María Moliner trabajó toda su vida como funcionaria de Archivos y Bibliotecas. En la foto, en su primer destino, el Archivo de Simancas, en 1922.

La mujer de las 67.000 palabras

Hace medio siglo que María Moliner terminó de escribir, sola, el diccionario «más útil y divertido» del español, según García Márquez. Le costó 15 años

inés gallastegui

Lunes, 22 de febrero 2016, 19:31

María Moliner es un diccionario, pero también una persona: una mujer pequeña con una determinación gigante que un buen día se levantó a las cinco de la mañana y empezó a escribir «el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana», en palabras de Gabriel García Márquez. Sola, en su casa, tecleando su Olivetti en unas cuartillas cortadas. Pensó que esa labor colosal le llevaría dos años, trabajando en el tiempo libre que le dejaba su puesto de bibliotecaria; pero siempre le faltaban dos años para terminar. En realidad, llegó a dedicar 10 horas diarias a esa ingente tarea y tardó 15 en publicar su Diccionario de Uso del Español, con una concepción de las palabras mucho más moderna y práctica que el de la Real Academia Española, RAE. La venerable institución se tomó la revancha en 1972 rechazando su candidatura, la primera de una mujer. Ella casi se alegró: «¿Qué podía decir yo, si en toda mi vida no he hecho más que coser calcetines?».

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Este año se cumplen 50 de la publicación de la primera edición del diccionario por la editorial Gredos: con 67.000 entradas y más de 3 kilos de peso en dos tomos, costaba 1.800 pesetas. Fue un éxito de ventas.

María Moliner nació con el siglo en Paniza (Zaragoza) y durante un tiempo la familia vivió en Madrid, donde ella estudió en la Institución Libre de Enseñanza. En 1914 el abandono del padre, médico rural, obligó a la familia a regresar a Aragón y a María, la mediana de tres hermanos, a dar clases particulares. Se licenció en Historia en la Universidad de Zaragoza con Premio Extraordinario. En 1922 entró por oposición al Cuerpo de Archivos y Bibliotecas y, tras un breve periodo en Simancas, fue destinada a Murcia, donde conoció al que sería su marido, el profesor de Física Fernando Ramón, con el que tuvo cuatro hijos.

Tras la Guerra Civil, a causa de su cercanía a la República, tanto ella como su marido fueron depurados. En 1946 él recuperó su cátedra en Salamanca y ella fue destinada a la biblioteca de la Escuela de Ingenieros de Madrid, por lo que vivieron separados durante casi dos décadas.

«Hormiguita tenaz»

Su biógrafa, la historiadora y periodista Inmaculada de la Fuente (El exilio interior. La vida de María Moliner, ed. Turner, 2011), señala que de la diccionarista como le gustaba llamarse ha trascendido una imagen de «hormiguita tenaz y estudiosa», «discreta y humilde». Pero tras hablar con mucha gente que la conoció se dio cuenta de que era, además, una mujer «muy segura de sí misma, con una enorme capacidad de trabajo y que no se arredraba ante nada». Quizá por eso eligió ser recordada por una obra formidable, casi sobrehumana. Cuando en 1951 llegó a sus manos un ejemplar del Learners dictionary of current English experimentó una especie de revelación: tenía que crear un léxico que ayudara a usar las palabras. «Un diccionario para escritores», lo describió. No era el primero en su género: antes lo habían hecho Paul Robert en francés y Peter Mark Roget en inglés. El precedente español era el Diccionario ideológico de Julio Casares, publicado en 1942.

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Aunque trabajaba con un ejemplar a mano, María Moliner apreciaba muchos defectos y carencias en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (DRAE).Y quiso corregirlos. En vez de utilizar el orden alfabético, la lexicógrafa extrajo el significado de los vocablos y los agrupó en familias. Diferenció entre términos usuales y no usuales, enterró los obsoletos, modernizó las acepciones del diccionario académico escritas a menudo en un lenguaje decimonónico, machista y pomposo y anticipó la inclusión de la Ll en la L y de la Ch en la C, un criterio que la propia RAE imitaría años después.

Uno de sus caballos de batalla fue la definición en círculo vicioso; había notado que en el diccionario oficial muchas voces remitían unas a otras, sin llegar nunca a explicarse: infringir era quebrantar; quebrantar, traspasar y violar; violar, infringir o quebrantar.

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Manuel Calzada, que en 2014 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Dramática por El diccionario (ed.Artezblai), recuerda la valentía de Moliner ante términos conflictivos. Si el DRAE definía dictador como magistrado supremo con facultades extraordinarias, ella prefirió una acepción más actual, pero admisible en pleno franquismo:Gobernante que asume todo el poder sin ser responsable ante nadie. «Fue represaliada, pero eligió como actitud ante la vida la reconciliación; hizo de su diccionario una herramienta para todos. Es un personaje del que los españoles tenemos mucho que aprender», afirma el dramaturgo.

María vivió durante esos años tan absorbida por su obra que su hijo menor, Pedro, decía que él tenía cuatro hermanos: Enrique, Fernando, Carmen y el diccionario. Ella era consciente y cuando entregó sus fichas y Gredos pudo al fin publicar la magna obra el primer tomo en 1966 y el segundo, en 1967 se la dedicó a su familia. Pero siguió con sus fichas: «Un diccionario no se acaba nunca». En 1998 salió la segunda edición, que a juicio de Fernando Ramón junto a Carmen, único de los hijos que aún vive, supone una «salvaje mutilación» de su obra.

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En 1972, los académicos Dámaso Alonso, Rafael Lapesa y Pedro Laín Entralgo propusieron su ingreso en la institución. Fue un episodio triste, porque la habían convencido para que intentara ser la primera mujer académica de España y fracasó. Camilo José Cela le retiró su apoyo inicial reprochándole su ñoñería por no haber incluido palabrotas en su léxico. «Ella misma se dio cuenta de que había cometido un error, porque en un diccionario de uso tenía que haber tacos», señala su biógrafa.

De la Fuente cree que Moliner pecó de exceso de modestia: en su campaña insistió demasiado en que el diccionario era su «único mérito». Y quizá a eso se agarraron para darle el sillón B mayúscula a Emilio Alarcos. Su rechazo levantó una corriente de simpatía y muchas mujeres criticaron la actitud de la RAE, que siete años después admitió a Carmen Conde.

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Los académicos debieron de pensar que habría una segunda oportunidad, pero cuando volvieron a intentarlo, ella ya no quiso. Habían aparecido los primeros síntomas de una demencia vascular que, antes de acabar con su vida en 1981, le fue robando, una a una, todas las palabras. Sus queridas palabras.

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