M. J. Pascual
Sábado, 28 de noviembre 2015, 09:22
Ya le había dicho su churri que para tener un buen día no se podía salir de casa sin desayunar. Atravesao tenía ese desayuno que no se tomó y tenía que habérselo tomado, que su churri es medio bruja. Todo por la dichosa nevada. Sí, muy navideña, muy de postal, pero otra cosa es tenerla helada, sucia y húmeda debajo de los pies y caminando despacio con el culo apretado para no resbalar, y no te digo nada si te has olvidado las cadenas en casa. Fatídica, la nieve, si tienes ochenta años y te caes. Rotura de cadera fijo y adiós. Pronóstico: iba a ser un día muyyyyy duro, de aquí para allá con la ambulancia, que tenía que haber desayunado. Porque ya quedaba poco, ya quedaba muy poco para terminar el turno y oye, la Ley de Murphy esa, que a punto de salir salta otro aviso. Hay que fastidiarse, hombre, la tostada por el lado de la mantequilla. Bueno. Solo tenía que recoger a un señorico en el Hospital General y en una hora, como mucho, bien calentito en casa.
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Parece que el hombre se había caído, la dichosa nieve, pero le miraron y, como no tenía nada gordo, le mandaban otra vez al pueblo. Pues hala, vámonos, señor. En un pispás está usted en la cama con su costilla. Un poco dolorido del porrazo, pero nada más. La cosa es que de noche, porque a las siete es de noche cerrada, con la puñetera nevada vamos a tener que bajar el pistón y no hay tontones que valgan, que la cobertura hasta la Puebla de Binar sería un milagro si la hubiera. Lo mejor va a ser preguntar a la Guardia Civil.
Técnicamente, lo que se dice llegar, llegamos. Bueno, llegamos la ambulancia y yo. Nada más ver la señal con el nombre del pueblo me entró el pánico y empecé a sudar. NO ESTABA DENTRO. Tenía que apechugar y llegarme hasta su casa, pero ¿¡¡Cómo iba a estar allí!!?, me lloraba su mujer, confusa y asustadísima, al borde del soponcio. ¿¡¡Qué ha hecho usted con él!!?, me espetó su hijo con furia, y yo no podía sino mirarle de hito en hito. Primero a él y luego la escopeta colgada en el recibidor. Esos cinco minutos, lo que tardó en llamar la Guardia Civil, fueron los más largos de mi vida. «Está vivo. Una patrulla de tráfico de Hinar del Puente le ha encontrado tirado en la calzada».
¡¡¡Gracias, Dios mío!!!
Es algo que me persigue y no me puedo quitar de la cabeza. Desorientado, contusionado todo el cuerpo, con la ropa destrozada, sin saber dónde estaba, qué hacía allí ni cómo había llegado a ese paraje desierto y helado. Todas las noches lo mismo: persigo y persigo, con la ambulancia a todo meter, en una carretera vacía y nevando a todo nevar, una camilla desbocada a punto de volcar pero el que vuelca soy yo, y cuando abro los ojos, tengo encima a un anciano magullado, vestido tan solo con el camisón de hospital que, con una inquietante sonrisa sin dientes me dice amablemente: «Hijo, ¿te llevo a casa?»
No se puede salir de casa sin desayunar. Qué razón tenía mi churri.
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