Un niño con mascarilla en la favela Mandela, en Río de Janeiro. A. Lacerda-Efe

Tocarlo con los dedos y perderlo

Diario de un confinamiento. Día 43 ·

Casi sin dejar de escuchar los bombardeos de esta guerra y con las fuerzas de liberación aún lejanas, empezamos a conocer los rigores que traerá la peor de las posguerras

Lunes, 27 de abril 2020, 07:54

Cuando las cosas vienen jodidas de verdad vienen así para todos, pero hay casos en los que parece que la desgracia se cebe con especial crueldad, casos en los que a todo lo que todos estamos pasando, se suman circunstancias que añaden mucho más dolor ... a los afectados, como el caso, que recogía hace unos días Víctor Vela en estas páginas, de Rosiris y su familia, llegados aquí huyendo de un estado fallido como Venezuela hace casi un año y que cuando ahora empezaban a levantar cabeza les llega este nuevo mazazo del que no se escapa nadie. El mismo golpe a sus ganas de salir adelante que han sufrido compatriotas suyos que han venido en los últimos años en busca de una nueva vida, así como otros ciudadanos de países en los que ya no solo no podían garantizarse la prosperidad suya y de sus familias, es que era sus propias vidas las que corrían peligro.

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Y ese club de los que empezaban a palpar si no la felicidad al menos el bienestar, se hace más grande si admite a los miles de españoles –entre ellos, tantos milenials incorporados al mercado laboral en plena crisis anterior y que ahora se preparan para la que viene– que aguardaban pacientemente su turno en la sala de espera del ambulatorio de la recuperación económica y justo cuando les había tocado recibir el tratamiento en forma de contrato de trabajo con el que salir del agujero, se sumen ahora en una desesperación que ya quisieran que fuese la anterior, la de 2008, a la que al menos tuteaban.

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Y se cumple así una vez más la certeza de que sea cual sea el enemigo al que combatimos, la posguerra es peor que la guerra. Y así, este París en el que se ha convertido el mundo –donde nos enamoramos antes de esta nueva invasión nazi, a la que solo pudimos plantar cara desde la militancia en la resistencia– todavía no le ha llegado su particular agosto de 1944 y la liberadora División Leclerc de momento no es más que un ruido lejano de motores, y sin embargo ya empiezan a llegar esos portadores de pésimas noticias –FMI, Banco de España– que anuncian una devastadora posguerra, con caídas del peso de la economía de más del 13% y crecimientos de paro de hasta el 22%, con la soltura por parte de sus máximos responsables de quien sabe que toda esa sangría a ellos no va siquiera a salpicarles los zapatos, sin que esto último nos haga menos pobres ni suponga un consuelo, mucho menos una alegría.

Unas noticias del escenario que nos espera que llegan cuando aún no nos acabado nuestra dosis de la purga de dolor, miedo e incertidumbre de los que está hecha esta guerra, que cuenta las hospitalizaciones por miles, pone a prueba nuestra templanza y fortaleza, nos obliga a escondernos, a renunciar a tantas cosas y además se lleva a nuestros seres queridos.

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Es difícil con este panorama encontrar motivos de esperanza en un futuro que empieza a no parecerse ni por asomo al que hasta ahora soñábamos para nuestros hijos. Cuesta mucho no angustiarse ante la rebaja de expectativas que supone no el augurio fatalista, sino el puro análisis de los datos y su proyección como escenario de futuro. Pero es precisamente ese instinto que nos obliga al sacrificio ilimitado por asegurar la prosperidad de los más pequeños, que ayer por fin pudieron salir a la calle, el que tiene que proveernos de fuerzas para arrostrar lo que viene, una mano de naipes imposibles en una ronda en la que la apuesta más pequeña es el bienestar y en una timba en la que otros, ciudadanos de países que ya iban a la deriva antes de todo esto –migrantes, refugiados–, se mueven con más soltura, acostumbrados a jugar partidas perpetuas al límite.

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