Cola para hacer la compra en un barrio de Valladolid. Ramón Gómez

¿Quién da la vez?

Diario de un confinamiento. Día 45 ·

Nueva normalidad, medidas de protección colectiva, distancia social... Más que para volver a nuestra vida, nos preparamos para estrenar otra, más achicoria que café, pero que quita la sed

Miércoles, 29 de abril 2020, 07:18

Yo vi, sí vi/ A la gente joven andar/ Oh sí, yo vi/ Con tal aire de seguridad/ Que yo, sí yo/ En un momento comprendí/ Que el futuro ya está aquí». ( 'Enamorado de la moda juvenil'. Radio Futura. 1980). Ya se van desvelando detalles ... de lo que ahora mismo es si no el secreto mejor guardado, sí la información más deseada por todo un país que no tiene el este pá ruidos y está a punto de empezar a charlar con las jambas de la puerta de la cocina, pero que incurriría en un error grave si tratase de poner una fecha en su agenda para reanudar su vida tal y como era antes del 14 de marzo.

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Porque esa vida no va a volver, al menos ni a corto ni a medio plazo. No le decimos adiós, sino hasta luego, para a continuación dar la bienvenida a la nueva normalidad, expresión tan en boga y tan ligada a eso de la desescalada. Una nueva normalidad cuyo manual de uso no es que sea más enrevesado que las instrucciones para montar un mueble de Ikea como el Stuva –que incorpora cama alta con su respectiva escalera para acceder a ella, armario para la ropa, estantería y escritorio–, es que ni siquiera está redactado, porque se va a ir elaborando sobre la marcha, recurriendo a la técnica del ensayo-error, aunque no es arriesgado suponer que por seguir la alegoría de los muebles suecos, si en el montaje de aquellos al final sobran tornillos que no hemos sabido dónde encajar, aquí sobrarán, al menos de momento, rutinas que antes de la alerta teníamos por irrenunciables.

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Porque la nueva normalidad trae medidas de protección colectiva que obligarán a nuevos hábitos en todas las actividades que hagamos en lugares públicos interactuando con otras personas. Nuevas prácticas que se notarán cuando vayamos a comprar, cuando entremos en bares o restaurantes, cuando viajemos en tren, autobús o avión. Cuando vayan a clase los escolares de todos los niveles de enseñanza y los universitarios también. Cuando vayamos a la playa, de camping, a un hotel. Cuando queramos disfrutar de un espectáculo deportivo o cultural. En celebraciones de carácter religioso o social, muchas son ambas cosas, sobre todo ahora, que llega mayo. Cuando asistamos incluso a concentraciones reivindicativas, conmemorativas o de protesta, porque aun con las limitaciones impuestas por causa mayor, seguimos siendo una sociedad democrática, con derecho a la libertad de expresión y con el deber de denunciar para su persecución a aquellos que expresan bazofias que puedan poner en peligro nuestra libertad.

Ante este panorama, no resulta demasiado complicado intuir que las colas serán un fenomeno habitual en los próximos meses. Ya las hemos visto/sufrido estas semanas a la hora de hacer la compra, de ir a por el periódico, de sacar dinero en el cajero. Y con ellas, volverán las referencias a las distopías de Orwell y otros y a las comparaciones con las filas de la cruda posguerra española y sus cartillas de racionamiento o al modélico comportamiento de los ciudadanos soviéticos, que preferían aguardar pacientemente su turno para obtener pan, carne, leche o vodka a disfrutar unas vacaciones pagadas en un gulag para solazarse con los beneficios de un microclima de invierno eterno en plena tundra y echar la partida al tute o a lo que se tercie con Aleksandr Solzhenitsyn y una buena faria, que tengo entendido que aquello era una juerga diaria y un no parar de reírse.

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Cuentan los historiadores que en aquella Unión Soviética, cuando los vientos democráticos aún no alteraban la placidez del sistema comunista, las colas –a las que con frecuencia los ciudadanos primero se unían y luego ya preguntaban para qué producto las guardaban– eran incluso un lugar cómodo para trabar amistad y enterarse de las noticias que callaba la prensa. Esta última circunstancia, es obvio, obedecía al hecho de que la URSS era una dictadura, en la que a la prensa le dictaba el poder lo que tenía que contar y cómo y también lo que tenía que callar. Algo que aquí no es el caso. Ni lo va a ser, por mucho que haya lapsus que parezcan invitar a pensar otra cosa, pero ni por asomo, porque una cosa es que nos quedemos en casa y otra, que nos volvamos ciegos, mudos y sordos.

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