Marcelino García Arranz ha convertido las calles de Moraleja de Cuéllar en auténticas obras de arte. Una docena de murales sorprenden a los conductores a ambos lados de la carretera que lleva a Olombrada
A Marcelino le ha atrapado la pintura. Por completo, hasta la médula. Le hace feliz y le mantiene ocupado. Es su pasión, con permiso del baile. Hasta veinte disciplinas domina. «El pasodoble lo bordo, pero también me defiendo con el tango, la salsa, el chachachá...», asegura en su casa de Moraleja de Cuéllar, un pueblo de apenas 30 habitantes que observan con curiosidad a los desconocidos que se detienen para disfrutar de los murales que decoran fachadas y ruinas a ambos lados de la carretera que lleva a Cuéllar o a Olombrada –depende de la dirección que se tome–.
Los ha pintado en la última década Marcelino García Arranz, un artista autodidacta que, aunque nació en Olombrada, lleva desde los tres meses viviendo en este pueblo segoviano, en el límite con la provincia de Valladolid. El más impresionante, por su tamaño –14x7, o lo que es lo mismo, 98 metros cuadrados– es la reproducción del Alcázar de Segovia. «Tres meses me llevó hacer este cuadro con pintura acrílica», explica con orgullo. Fue en el 2012, dos años después de su estreno en las calles de Moraleja con 'Las cataratas del Niágara' en una fachada de su propiedad. Después vinieron las escenas caribeñas y el gran Acueducto de Segovia que «me propuso mi amigo Mariano y que cambia de perspectiva dependiendo del lugar desde dónde lo mires». Increíble, pero cierto.
Ahora ha dado un giro creativo. Ha dejado el color «que el sol apaga cada año» para plasmar en blanco y negro fotografías antiguas de vecinos y seres queridos.
La propuesta
Cómo llegar
A Moraleja de Cuéllar, desde Segovia o Valladolid, se llega tomando la salida la salida Cuéllar norte de la Autovía de Pinares.
Cañas y comer
En Moraleja no hay bares, así que después de la visita se puede ir a Campaspero (9 km). En la localidad vallisoletana, en la carretera que lleva a Peñafiel hay tres bares: El Páramo, Las Ketchup y El Pepe, donde además ofrecen menú del día.
La familia está presente en cada anécdota que cuenta Marcelino sin perder la sonrisa. A todos les ha retratado. A sus padres, Jesús y Cristina, y a sus tres hermanos Pablo, Carmen y Consuelo, «que murió muy jovencita», recuerda. «Éramos muy humildes, mi padre trabajaba de caminero y mi madre vendía cuatro frutas aquí –señala el recibidor de su casa, un cuarto abarrotado de lienzos, con un teclado, un altavoz y un micrófono que enciende a la mínima oportunidad–». El flamenco es su tercera pasión y para que conste se ha autorretratado bailando sevillanas con «una amiga» en una pared a la salida del pueblo.
Marcelino solo fue cinco años a la escuela en la década de los cuarenta, cuando Moraleja pasaba de los 150 vecinos. El maestro reparó rápidamente en sus dotes con el lapicero y le mandaba plasmar a tiza en el encerado los mapas que luego toda la clase reproducía en sus cuadernos. Su destreza le sirvió para colarse en la clase de las chicas para dibujar imágenes del Evangelio.
Segar y picar piedra
Pero había que llevar dinero a casa y con 13 años abandonó los libros y los dibujos para segar a jornal y machacar piedra para los caminos. «También fui criado de un chatarrero por la zona de Ayllón un par de años. Vendíamos loza, porcelana y cristal a cuenta de trapo y hierro. Tasábamos la tela y el metal y en lugar de dar el dinero se lo cambiábamos por botijos, cacerolas...».
La campaña de siega en Canalejas, que duraba tres meses desde que afilaban las hoces hasta que se aventaba el grano, fue su fuente de ingresos hasta los 17 años. «Me marché a vendimiar a Francia, a la zona de Burdeos, y después me coloqué en los ferrocarriles, en Lion». En esta etapa de su vida, retomó la pintura, gracias a dos cursos a distancia de CEAC. «Mandaba los trabajos por correo a Barcelona y saqué buenas notas. Todavía conservo los diplomas».
Y le llamaron para hacer el servicio Militar Obligatorio en los Regulares de Melilla. «Allí realmente me creí que lo que hacía era algo excepcional». Los soldados le encargaban retratos que mandaban a sus novias y, durante tres meses, por encargo del coronel, «reproduje la media luna moruna en los camiones del regimiento». Después de 14 meses de mili podría haber vuelto a Lion, pero se quedó de peón en Madrid.
Y comenzó a pintar, hasta 13 horas al día, los óleos de ciervos y puentes que adornaban los salones de medio país. «Hacía hasta cinco cuadros diarios, pero tuve que parar porque si seguía a ese ritmo iba a perder la vista». En los retratos por encargo y en la venta ambulante de arte encontró Marcelino el que sería su modo de vida durante 28 años siguientes. Hasta que se jubiló, hace ahora justo una década, y comenzó a llenar de color las calles de Moraleja sin pedir nada a cambio. Lo hace porque el amor a su pueblo y la pintura le han atrapado.
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