Manuela, –mi mayor, que se decía antes omitiendo, vete a saber por qué un detalle no menor, su condición de hija–, celebró ayer su duodécimo cumpleaños por poderes, como las bodas aquellas tan del gusto de los Reyes Católicos, en las que Isabel y ... Fernando se lo montaban jugando a un Monopoly en el que el tablero era Europa y las fichas, sus vástagos lanzados a distintas cortes por puro juego de tronos. Los contrayentes celebraban el desposorio sin barra libre, en la distancia –lo que hacía si no innecesaria al menos no tan acuciante la despedida de soltero/a– y, con suerte, le ponían cara a su circunstancia marital gracias a un retrato pintado al óleo o grabado en un camafeo que por lo general tramposo, como ahora cuando se sube una foto al Tinder (según dicen los que saben, que yo ni idea).
A mi mayor, que ignora lo que es un camafeo y en casa no da para pintores de cámara, las felicitaciones de amigos y primos le han llegado por medio de vídeos grabados con el móvil y, uno no sabe si para no preocupar a sus padres, que los debe de ver un poco angustiados con el confinamiento y el teletrabajo –alguien tiene que mostrar calma en los momentos difíciles–, el caso es que ha exhibido todo el día esa sonrisa de felicidad que reserva para los días especiales, es decir, Papá Noel, Reyes Magos, primer episodio de la nueva temporada de 'Stranger Things' con los Demogorgon descontrolados o una fiesta de pijamas en casa de alguna amiga. Y eso que apenas han llegado regalos, dadas las restrictivas condiciones impuestas por el real decreto derivado del estado de alarma que entró en vigor el 16 de marzo. No era cuestión de mostrarle el cariño paterno a base de rollos de doble capa, pero agradecidos de por vida a la eficacia teutona de Zalando, que ha hecho posible que no compareciésemos su madre y yo con las manos vacías a fecha tan señalada. Y eso, también, que al caer este año el cumpleaños en domingo ella planeaba una celebración intensa y extensa, con desayuno temático, que ha salvado los obstáculos; comida con abuelos, imposible, y merienda con amigos en alguno de esos locales de celebraciones infantiles que se han multiplicado en los últimos años a lo ancho de este país, fundado por los Reyes Católicos en una partida en racha, con más pasos por la casilla de salida cobrando los 20.000 que viajes a la cárcel. Unos locales de ocio que, como todos los que tienen que ver con la expansión social para clientes de cualquier edad, tenemos vetados desde hace casi treinta días.
Y es que no deja de tener su gracia, por los cojines. Años para liberarnos de los grilletes del «todo lo bueno engorda o es pecado» (y de su variante «todo lo que me gusta emborracha o vive lejos») y cuando ya empezábamos a superar los corsés de la moral impuesta, no así el del canon de la esbeltez, ahora que nos sentíamos más libres, menos mediatizados por una educación repleta de castrantes prejuicios de culpa... llega el puto virus –cada vez hablo peor, se dice 'la' Covid-19– y nos toca celebrar una Semana Santa como las de antes, sin cines, sin teatros, sin cabarets, sin Lunes de Aguas, sin éxodo playero y encima y por si no fuera bastante sin ni siquiera Semana Santa.
Y aunque parezca que me estoy yendo del tema, como siempre, esta vez no es así, viene a cuento. Ya os dije hace unos días que Manuela es cofrade del Cristo de la Luz, que residencia en el Palacio de Santa Cruz, justo al lado de su cole, y este año y por idéntico motivo se ha quedado sin salir en procesión, sin vacaciones, sin fiesta de cumpleaños, casi sin regalos, con el campamento veraniego que organiza un programa de la tele en el que la gente canta y hay versión kids cancelado y al paso que va la burra –ya podrían cambiar tanta prórroga en esto del confinamiento por uno de esos goles de oro de la FIFA que no llegaron a cuajar en los noventa– se queda sin Llanes, sin Mediterráneo y sin alguna escapada más en esos veranos infantiles que a fuer de interminables confirman –lo dijo Rilke– que la infancia, y la preadolescencia en este caso, es la patria de la mujer y del hombre y ahora se la hemos puesto en peligro. Pero ella, Manuela, no ha perdido la sonrisa. Felicidades.
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