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Un horizonte seguro. Era el lema con el que la Junta promocionaba la Ley de Atención y Protección a las Personas Mayores que Castilla y León aprobó en abril de 2003. Un campo de cereal, una chopera al fondo y un camino arbolado por el ... que pasean tres mujeres que comparten confidencias. Puede que hayan dejado a los nietos en el parque del pueblo. O jugando a pillar con la bici. Sin peligro. Los móviles, las consolas, la wifi o la cobertura eran aún ciencia ficción. Hace 17 años de aquello. La imagen ilustra el folleto que la Junta imprimió sobre las mejoras que iba a conllevar la norma que fue «pionera», como buena parte de los proyectos de ley, las estrategias y los planes promovidos en esta comunidad durante años. Es el primer calificativo que aprende un consejero. Tanto se ha abusado del término que escucharlo pone instintivamente en guardia a quien informa de los asuntos autonómicos. Ahora que la Junta se ha avenido a regular por ley el modelo de residencias de mayores, no estaría de más repasar la que se aprobó en 2003 y analizar cuánto de lo que recoge el articulado ha sido efectivo, cuánto se ha quedado en papel mojado, y qué ha hecho una Ley de Atención y Protección a las Personas Mayores por los residentes de los centros geriátricos de Castilla y León durante la pandemia. El 30 de marzo había 47.264 en los 1.214 centros de mayores y personas con discapacidad, con 350 fallecidos en el recuento covid. El balance oficial a finales de junio era de 42.539 residentes y 2.598 muertos en circunstancias muy penosas para ellos, sus familias y el personal que ha resistido cuidándoles.
La norma regional se aprobó en abril de 2003, en vísperas de elecciones autonómica y en uno de los plenos 'escoba' de las Cortes, de los que 'barren' al por mayor los proyectos de ley que se han acumulado en cola. Entre marzo y abril de ese año, los procuradores debatieron y votaron once leyes en tres sesiones. De Igualdad entre Mujeres y Hombres, del Deporte, de Cajas de Ahorros (definitivamente, ha pasado un mundo), de Coordinación de Policías Locales, de Prevención Ambiental, de Derechos y Deberes respecto a la Salud... Y la de Atención y Protección a las Personas Mayores. El título es descriptivo y ambicioso.
El preámbulo declara que una «triple perspectiva» guiará la planificación dotación de recursos para atender esa etapa vital que acumula experiencia y años: facilitar que el mayor pueda continuar en su medio habitual con calidad de vida, ofrecer a la familia apoyos precisos para facilitar el cuidado de los abuelos y proporcionar «cobertura residencial necesaria para cuando no puedan seguir en sus hogares». A partir de ahí, una cascada de artículos exhorta a ciudadanos, asociaciones, empresas, y, sobre todo a los gestores públicos, a garantizar, impulsar, apoyar, promover, potenciar, prevenir. Verbos positivos, que requieren políticas y fondos para evolucionar a algo práctico desde la mera declaración de intenciones. También inspecciones concienzudas. Si no, no sirven. Lo contrario es sucumbir a la churrera normativa, algo que no debe pasar con la futura Ley de Atención Residencial.
Carlos Fernández Carriedo, entonces consejero de Bienestar Social (hoy de Economía y Hacienda), firmó aquel proyecto de ley. A día de hoy, el decreto que rige los requisitos de apertura de residencias de mayores es también de su etapa, de 2001. En estos años han aumentado los viajes del Club de los 60, los alumnos veteranos, los usuarios de ayuda a domicilio o teleasistencia; la participación en asociaciones y el voluntariado de mayores, y está muy bien, pero la ley no ha garantizado como debía la protección de los residentes en geriátricos. Porque las leyes no son algo mágico en sí mismas. Requieren gestión y compromiso. Con la Ley de Atención Residencial no puede ocurrir lo mismo.
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