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Ignorando el viento y la lluvia, un magnífico ejemplar de buitre leonado pasa muy cerca de nuestras cabezas. Es un buen presagio. El guardián del sabinar se pierde hacia el interior del valle y nos deja a nuestras anchas entre las viejas señoras. Pardos y ... atónitos entre el verde esmeralda de la hierba y el verde imposible de los musgos. Desde sus ojos profundos, Carlos Sanz Aldea mide la profundidad del campo. La impronta de la Sabina. Extiende su caballete y sus pociones mágicas y espera a que escampe. Y escampa.
Parece imposible que sobre los troncos y las ramas huecas, sobre la resquebrajada y fibrosa arquitectura de las sabinas surjan estas hojas siempreverdes que reparten su aroma por el entorno. El pintor lo sabe, porque los árboles, la Naturaleza, forman parte de su más íntima expresión artística. Y por eso toca la ceniza del tronco con devoción. Recibe la presencia. La vida. No son éstas las sabinas lozanas que raptaron los romanos para convertirlas en sus esposas. Acaso sean sus madres. O las madres de sus madres. Una corte de viejas damas del bosque, astrosas y retorcidas. Llenas de misterio. Un gineceo, en todo caso, perdido en la noche de los tiempos.
La Sabina de Calatañazor se encuentra en un pequeño bosque de sabinas (juniperus thurifera), situado a 1.102 metros de altitud, propiedad del Ayuntamiento de esta localidad soriana.
Con una antigüedad cifrada en al menos 400 años, tiene un diámetro de 1,30 metros, un perímetro de 6,09 metros, una altura de 20,5 y una copa de 15,9 metros de ancha.
Se encuentra en un perfecto estado de salud, como el resto de las sabinas del entorno, algunas de ellas también centenarias.
Agazapado y cerca del suelo, como una criatura más, Carlos Sanz Aldea desgrana el pentateuco de la Sabina de Calatañazor en su primer apunte al natural. Cinco guías hacia el cielo sobre el hueco del tronco primigenio. Mientras trabaja, siente cerca los pasos del ganado. Y algo más lejos, el ladrido de los corzos. Como si masticaran el otoño. Si es verdad que esta sabina suma ya más de cuatrocientos años, sin duda debió ser testigo de cómo los vasallos de la casa de Medinaceli tomaron aquí el relevo de los de la casa de Padilla. Muy cerca del lugar donde Almanzor perdió su tambor. Es decir, su leyenda.
Antes de llegar al sabinar, hablábamos de cine con el pintor. También de eso que dicen 'land-art'. Paisajes que sueñan con ser obras de arte. Obras de arte que toman la piedra, la tierra, la madera, el puro viento de los paisajes como materia de su expresión. Pero desde que entramos en este jardín pretérito hemos decidido hablar menos y mirar más. Las voces suenan mullidas, lejanísimas. Cuando terminanos y nos vamos las sabinas se quedan de nuevo a solas. Y son ellas las que cuchichean. Esperan a que los corzos se acerquen un poco más.
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