Obituario
Adiós a Adrián y su perra Luna, una parte del paisaje de la calle SantanderObituario
Adiós a Adrián y su perra Luna, una parte del paisaje de la calle SantanderQuienes paseamos por la calle Santander o bajo los Soportales de Antón o por el Espolón vamos a echar en falta a Adrián y a su perra Luna. El espacio vacío donde se colocaban frente a la Casa del Cordón o frente al Pájaro quedan ... vacíos. La vida es así de triste, o así de bella. Adrián y Luna eran uno. Y como una sólo persona se han ido. Poesía en estado puro.
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Se han ido al mismo tiempo, como sabiéndose imprescindibles el uno para el otro; como en los romances más bellos y pocas veces escritos con tanta exactitud.
El humo del fuego que se produjo en su casa este viernes de madrugada se los llevó juntos. Antes a Luna, que se asfixió por la falta de oxígeno. Y unas horas después, tal y como informa Burgosconecta, Adrián, que moría en el HUBU, como intuyendo que su compañera de fatigas estaba ya en el cielo de los perros.
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A Adrián lo conocía todo el mundo. Sus silencios, tan largos como sus presencias en la calle, eran elocuentes; toda la vida en Burgos la pasó en la calle. Fueron muchos años los que pasó ahí, en la calle Santander y en otras, pero en la calle. Mucha gente se quedaba a charlar un rato con Adrián mientras hacían tiempo o antes o después de salir de alguna tienda.
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Y allá, repanchingada y felizmente tumbada sobre un cartón, cuántas conversaciones habrá escuchado Luna… silenciosa, tranquila, fiel a su amo, hasta quedar profundamente dormida en los días más cálidos del año, esperando la voz de su amo para ponerse en pie y tomar rumbo a casa.
Adrián era rumano. Había nacido en Bucarest, en el país de los vampiros. Desde que llegó a Burgos no conocía más lugares que el centro de la ciudad y la casa en la que una voluntaria de Cáritas le cedía una habitación. Pero la patria de Adrián no era España, ni Rumanía; la patria de este hombre, que apenas había pasado del medio siglo de vida, era el cielo abierto.
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Y su razón de vivir su perra, que sus sacrificios económicos le había costado cuando aquella vez, Luna se comió algo en mal estado o envenenado y un veterinario le cobró un dineral por salvarle la vida. Y Adrián, satisfecho por la buena acción del facultativo, pagó de buen grado. Eso sí, ese mes y los siguientes las pasó canutas porque ahí se le fue el dinero que no tenía.
Hoy la calle Santander llora a Adrián. Las personas que trabajan en los establecimientos cercanos a donde se colocaba Adrián; los viandantes que le saludaban a diario; la gente que se paraba a hablar con él; quienes le llevaban un café caliente en un vaso de cartón; la gente… la calle… echa ya de menos a Adrián.
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La armónica de Adrián ya ha dejado de sonar. ¡Cuántos veranos e inviernos han pasado y cuántas notas se han esparcido por el aire de la calle! Seguro que algún acorde perdido, cuando se juntaban notas con notas… habrá quedado prendido de quien sabe que sentir y ahora, tampoco importa cuando se tocó, sube al cielo del olvido.
El cielo de las personas y el de los perros… y de las criaturas de Dios… porque a ellos les han abierto las puertas para estar el resto de la eternidad juntos. Es difícil de entender, imposible si lo vemos con los ojos de humanos. Pero si lo miramos con los ojos de la eternidad, esta historia de amor entre un hombre y su perra, no podía tener mejor final.
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Adrián y Luna hoy se han juntado con Ángel y Ton; otros dos amigos de la calle, que iniciaron el último viaje unos días antes; y Luis Santos, otro joven que fallecía hace unos días en el HUBU y que tenía en el cielo de las avenidas su techo y su refugio.
Para el creyente, una oración por la vida de todos; y para quien no lo sea, el recuerdo por lo que han disfrutado y una llamada de atención a los que vivimos bien, porque aún hay muchos que tienen solo a las estrellas de la noche por aliadas.
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