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Cada vez más desplazada, la etnia yanomami, la más alejada del patrón occidental y siempre recelosa, mantiene su orden alrededor de las familias, que viven en poblados que se asientan en la selva virgen y se retiran cuando el suelo se agota y requiere regenerarse. ... Van en sus pequeñas embarcaciones por los grandes ríos latinoamericanos, como el Amazonas o el Orinoco, o sus afluentes y caños, o a pie por la espesura de la selva, donde el cielo se esconde tras el follaje y las enredaderas. Algunos visten a la manera tradicional, otros van con pantalones cortos de tercera mano. Se abren camino con palos o machetes de hierro. El contacto con la gente de las ciudades o los pueblos cercanos les ha traído el techo de aluminio, que prefieren al entrelazado de palma, o la toalla, que eligen en vez del manto de plumas, así como enfermedades y acoso.
Y también el fútbol, que algunos juegan con viejas pelotas en los patios de sus chabonos, una construcción milenaria, en la que se distribuyen las familias de una comunidad, bajo el designo de su capitán o cacique. Su situación, siempre crítica, se deteriora aún más en los últimos años. La cada vez más sedienta y anárquica minería de oro y otros minerales, bajo una guerra intestina de varias facciones de bien armados intereses, afecta «a la mayor parte de su población, en el ámbito de la salud y la violencia. Sin comida y con el agua de los ríos contaminada, los niños son los más afectados», indica la ONG Manos Unidas, que trabaja en el 'Proyecto yanomami' para defender los derechos de esta etnia. «No cuentan con medidas legales que les protejan».
Para financiar un programa contra la tala, la minería ilegal y la «creciente interferencia del mundo no-indígena»» que estraga a alrededor de 38.000 personas repartidas en unas 350 aldeas, Manos Unidas saca a subasta una «camiseta yanomami» para recaudar fondos, a partir de una donación 'on line' de cinco euros. El diseño se basa en «la iconografía indígena» con «detalles dorados que hacen referencia a su historia y tradición», explican y, aunque es una «edición limitada, no cuesta tanto como las de los equipos de primera».
Los yanomami son celosos de su intimidad y costumbres. A sus territorios se llega después de aterrizar en la última ciudad con aeropuerto en la frontera selvática del Amazonas, volar en avionetas de escasa fiabilidad durante varias horas, subir a las «rápidas» (embarcaciones sin quilla y con potentes motores) y navegar otras tantas horas, bajar en las minicalas fangosas donde se levantan las mariposas amarillas por centenares, y caminar por las rutas hasta los límites del chabono, que sólo se franquean con permiso y máximo respeto. Un acuerdo tácito roto por los que a fuerza de bala se abren paso.
Lo que se quiere ahora, y para lo que se busca financiación, es que los yanomami «conozcan sus derechos y puedan reclamarlos y defenderlos jurídicamente ante las autoridades». La ONG de carácter católico, que trabaja en la región desde hace decenios, también quiere apoyar «procesos de formación y liderazgo para que puedan proteger sus territorios y el medio ambiente a partir de la participación en los distintos ámbitos de decisión política» y lograr la «seguridad y soberanía alimentaria de las familias, a través de actividades generadoras de ingresos, proyectos agropecuarios y el comercio justo». Quizás un gol ayude a los yanomami.
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