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La pandemia alteró nuestra vida y transformó la forma en que nos enfrentamos a la muerte. En Valladolid y provincia, en 2020 se registró el mayor número de fallecimientos del último medio siglo, 6.300. Muchas de estas defunciones, debido a las restricciones sanitarias impuestas, tuvieron lugar en la más absoluta soledad, sin el consuelo de una caricia, una palabra de aliento o la presencia de sus familiares. Los funerales fueron suspendidos lo que privó a las familias de la oportunidad de acompañar a sus seres queridos en sus últimos momentos.
Así, los entierros se convirtieron en actos fugaces y casi anónimos. El duelo, que suele ser un proceso colectivo y compartido, tuvo que vivirse en aislamiento, sin abrazos y sin ceremonias. Esa imposibilidad de dar el último adiós hizo mella en muchos vallisoletanos. Jonathan Espinilla, voluntario laico, ofició numerosas exequias en el cementerio de El Carmen, donde hubo días en los que un enterramiento se solapaba con otro. «La normativa establecía un máximo de tres allegados. Esa soledad y la distancia era impactante porque apenas podía interactuar con la familia para darle consuelo. En algún caso, recé el responso a solas, con la única compañía de los trabajadores de Nevasa», recuerda este joven voluntario.
Para los profesionales del sector funerario la pandemia fue todo un reto. Tuvieron que implementar nuevos protocolos, hacer frente a la escasez de materiales y poner todos sus recursos al máximo de sus posibilidades. Esa sobrecarga de trabajo les exigió una gran fortaleza a todos los niveles. José Manuel Sánchez, de Funeraria La Libélula, recuerda cómo llegó a retransmitir por videollamada los entierros, para que los familiares dieran el último adiós a sus seres queridos. «Normalmente hacemos un servicio o dos al día. En plena pandemia hubo picos de 20 servicios diarios. El hecho de estar con el móvil enfocando el entierro y que al otro lado hubiera varios allegados viéndolo y sufriendo, fue algo que me marcó», señala este funerario. «La pandemia trajo consigo muchos cambios. Ahora la tendencia es que cada vez se utiliza menos el servicio de tanatorio. Optan por un funeral o una despedida laica sin la necesidad de estar 24 horas velando al fallecido, porque es algo que realmente destroza a la familia», prosigue.
Cinco años después, el recuerdo de aquellos meses sigue vivo en la memoria de quienes tuvieron que despedirse en la distancia. Entre las muchas lecciones que nos dejó el 2020, está la importancia de la compañía en los momentos más duros y el valor de un adiós digno. Por eso, muchos han celebrado homenajes y ceremonias conmemorativas a posteriori, intentando, en cierta medida, devolver la dignidad a esas despedidas truncadas, y llenar el vacío que la pandemia dejó. «El hecho de no poder acompañar a sus seres queridos conllevó a experimentar alta ansiedad, preocupación, enfado, rabia y culpa para los familiares y un sentimiento de gran desamparo, miedo y vulnerabilidad para la persona enferma, que se vio privada de apoyo social. Afrontar la muerte en soledad es desgarrador», explica Natalia García, psicóloga de MasSanamente Psicología y Nutrición. «No poder despedirse de un familiar es, sin duda una de las situaciones con mayor impacto psicológico en la vida de una persona. Las ceremonias que realizamos tras un fallecimiento tienen funciones tan importantes como ayudar a aceptar y procesar la pérdida y servir de apoyo social y emocional a los dolientes. Las consecuencias de todo aquello son duelos patológicos, ansiedad, depresión, fobias... que seguimos observando en todos los rangos de edad aún cinco años después», concluye esta profesional.
Raúl Sahagún perdió a su madre, María Teresa Bahíllo, en abril de 2020
«Mi madre era una persona que tenía mucha vida. Muy simpática y trabajadora. No tengo palabras para describirla», dice Raúl Sahagún con la voz entrecortada. Han pasado cinco años desde aquel fatídico 3 de abril de 2020 en el que su madre falleció y a él se le destrozó el alma. María Teresa Bahíllo, falleció a causa de la COVID-19 en el Hospital Río Hortega de Valladolid. Fue la tercera víctima registrada en la provincia. La gran pena de este hijo es que no pudo despedirse de su madre y sostener su mano en sus últimos momentos. Solo recuerda el dolor de aquellos días.
María Teresa tenía 59 años y una salud de hierro. Se contagió en la carnicería familiar, en la calle Juan de Juni, inaugurada poco tiempo antes y en la que trabajaba junto a su esposo Francisco y su hijo. «Después de toda una vida dedicada al oficio, ya veía cerca la jubilación. Tenía ganas de disfrutar de sus nietos. El virus se lo impidió», lamenta Raúl, quien recuerda lo caóticos que fueron aquellos primeros días de confinamiento. «Hubo muchísimo jaleo en la carnicería. La gente no sabía qué iba a pasar y compraba carne en grandes cantidades. No dábamos abasto», recuerda. Su madre empezó a sentirse mal a mediados de marzo, con fiebre y malestar. «Pensamos que era un resfriado por haber trabajado con la puerta abierta. Mi padre y yo le dijimos que se quedara en casa. Ella llamó al teléfono que habilitaron para los casos de covid y le dijeron que iban a mandarle una ambulancia. A los cinco minutos llamaron anulándola porque decían que lo que mi madre tenía era cansancio y estrés», relata Raúl. «A los dos días, estaba tan mal que mi padre la llevó al hospital, pero la mandaron a casa. El 28 de marzo, la situación se volvió crítica y finalmente fue ingresada en la UCI. El 1 de abril nos confirmaron que era positivo en Covid. Al día siguiente sus pulmones estaban al límite», prosigue. El 3 de abril, la familia de María Teresa recibió dos llamadas: primero, para avisar que había entrado en parada cardiorrespiratoria. Minutos después, para confirmar su fallecimiento.
«Fue muy duro. El 24 de marzo fue el último día que yo la vi. No pude despedirme de ella», dice Raúl emocionado. El funeral también fue un trámite desolador. «Nos llamaron y nos dijeron que solo podía ser incinerada. Al día siguiente, cogí la moto para ir a por las cenizas saltándome todos los controles. No me importaba la multa. Durante dos años tuve las cenizas en casa. No podía separarme de ellas. Lo pasé muy mal, estuve con psicólogos y con una depresión profunda. El duelo fue largo y difícil. Perdí 50 kilos de peso», confiesa Raúl. «Poco a poco, con el apoyo de mi familia encontré las fuerzas necesarias», dice.
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Los Sahagún decidieron cerrar la carnicería y durante un tiempo, Raúl trabajó en supermercados y salas de despiece hasta que, en septiembre de 2023, con los ánimos más elevados, reabrió el negocio familiar. «Tenía que hacerlo por mi madre y por mi familia. Los clientes me han apoyado muchísimo. No tengo palabras para agradecérselo», dice.
Cinco años después, Raúl sigue adelante, aunque el dolor nunca desaparece del todo. Gracias a los suyos, ha reunido las fuerzas necesarias para honrar la memoria de su madre de la mejor manera posible: siguiendo adelante, trabajando y recordándola cada día.
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