La sutileza felina del glissando
Marianne ten Voorde, arpista de la Sinfónica de Castilla y León
VICTORIA M. NIÑO
Jueves, 10 de abril 2014, 14:24
Tres son los países que tienen el arpa como instrumento nacional: Irlanda, Paraguay y Perú. Marianne es holandesa. Recuerda de niña que en cuanto su madre terminaba de usar el cortador de huevos cocidos, ella lo robaba para sacar sonidos de las láminas metálicas. A base de forzarlas, lograba que el ruidito fuera distinto. Ni la bandera ni la familia alentaron su temprano deseo de tocar aquella minilira doméstica. Desde que tiene hijos, sabe hasta qué punto un impulso es natural sin mediar inducción alguna. No se ha repetido en sus niños. La pequeñaja a la que regalaron una cítara hizo realidad su sueños desde los seis años, ser arpista profesional. Es titular de la Sinfónica de Castilla y León desde 1995.
Tanto aprecio y gusto le tiene al arpa como rechazo a los tópicos románticos que la rodean. «No somos lánguidas intérpretes, elegantes y pusilánimes. Es imposible manejar un instrumento que pesa tanto entre 35 y 40 kilos con esa actitud. Requiere fuerza y determinación». Con su arpa y su novio trompista vino a hacer la audición a Valladolid. Ella pasó, él no. Así que en poco tiempo llenó la furgoneta «de mis cosas, mis gatos y me traje la mentalidad holandesa». Conocía España por haber trabajado con la Joven Orquesta Nacional (JONDE) y una profesora se lo sugirió. «¡España, fiesta, qué gozada!», se dijo.
Aterrizó en Simancas, donde vivió un tiempo pero encontró su hueco en Tudela. La ribera del Duero le sienta mejor. «Llegué a una orquesta de provincias, como yo, casi familiar, y ahora la veo tan profesional en un auditorio impoluto tan distinto al polvoriento Carrión», lo dice con nostalgia. Todo ha ido a mejor pero le gustaría que hubiera menos rituales en la música, que intérpretes y público estuvieran más cercanos. «No quiero ser la 'señora del arpa', tanta etiqueta y tanta norma se convierten en un corsé». Esas barreras se rompen en los conciertos que daba con Jorge (oboe) e Irene (violín) en Aspaym. Pero la marcha de Jorge a Colombia ha dejado al trío huérfano.
Esta amante de los gatos, «me gustan porque no mendigan cariño como los perros», se siente un poco felina en la orquesta. Su instrumento es de cuerda, habita el quicio entre los segundos violines y el viento. Sus intervenciones en el repertorio sinfónico suelen ser sutiles glissandos (resbalar los dedos por las cuerdas), matices de las frases ajenas, está sin apabullar, sin dominar, «el arpa no es invasiva, tiene su sitio». A pesar de su ángulo, no tan oscuro como creía Bécquer, cualquier aficionado repara en el soberbio marco de madera que reposa sobre el hombro de Marianne, levantado levemente del suelo para poder manejar los pies que le permiten subir o bajar semitonos en cada cuerda.
En casa sus tres felinos, Punto, Aparte y Luna, juegan con las cuerdas. «Los gatos tienen algo de magia, te retan, son distantes pero si se dejan acariciar son tuyos». Marianne gesticula, es expresiva hablando, se concentra mucho en su buen español. Durante un tiempo envió besos a los vallisoletanos desde un gran cartel que cubría la fachada de un banco (Plaza Fuente Dorada). «Siempre me gustó actuar, pero sería mala actriz, me pongo muy nerviosa».
Un paje negro por el sol
En la música también hay nervios. «Son una parte de nuestro instinto de supervivencia. El cuerpo reacciona a la tensión, se activa, respira fuerte, tiembla, se desboca el corazón, se seca la boca. Muchos creen que con el tiempo se pasan. En mi caso van a más, quizá es porque soy muy obsesiva. Se han ido los nervios técnicos pero han sido sustituidos por otros más difíciles: los de tu propia mente. Pienso 'tiene que salir bien, no puedo fallar' y me invade la idea de que no valgo, de que no soy tan buena como piensan. Los músicos debemos ser muy perfeccionistas y eso a veces juega en nuestra contra». Lo dice la profesora de 'técnicas de concentración' del Conservatorio Superior de Salamanca, donde tiene dos alumnos de arpa. «Intento normalizar el concepto de los nervios, nos ocurre a todos y con una manera de ser y estudiar se pueden prevenir pero no evitar. Hay que encontrar el disfrute de tocar. El público no quiere verte sufrir».
Lo que más le gusta de España es el horario. «En Holanda yo era un fantasma entre las 15:00 y las 18.00 h. No podía estudiar, ni concentrarme en nada. Cuando llegué aquí me encantó la parada a mediodía». Y viniendo de un país de una gran densidad demográfica, aprecia el campo abierto, la soledad, el horizonte a conquistar con su bici. A lo que no se acostumbra es a la picaresca nacional, «la corrupción no es solo política», y a cierta banalidad en las relaciones sociales.
«En un tren holandés puedo entablar una conversación con una persona desconocida sobre cosas profundas, enseguida conecto. Aquí parece que se rehúye, que prima la cantidad sobre la calidad en los encuentros». La otra barrera que ha desistido derribar es la de ser «la madre guiri del parque, soy distinta. Oigo mucho como les dicen a sus hijos 'te vas a caer' y se lo repiten hasta que al final se caen. Son madres muy protectoras, como las nuestras. Yo prefiero hablar con ellos, conducir sus opciones».
Nunca la amenazaron con 'que viene el Duque de Alba', «eso es mentira, España para los niños holandeses es el lugar del que procede Sinterklass. Es como el santa Klaus de allí. El día 5 de diciembre va a Holanda desde Madrid en un barco de vapor. Si te portabas mal, Sinterklass te metía en su saco y te traía a España donde te convertías en un paje negro porque te daba mucho el sol y trabajabas a su servicio. Ese era el miedo». Así que Marianne es un paje negro, que camina descalzo por su casa ribereña y cuida de sus flores, alimentadas por el primer gato que la acompañó desde La Haya a Valladolid.
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