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Siempre mostró su complicidad con el Rey. / Efe
Suplemento V

El hombre que abrazó a un país entero

El cronista Fernando Ónega, autor del célebre «puedo prometer y prometo», revisa sus años junto a Adolfo Suárez

Antonio Corbillón

Lunes, 17 de marzo 2014, 18:56

El hombre que más ha influido en el destino colectivo de los españoles de hoy en día no se acuerda de que lo hizo. Tuvo que perder la memoria para que mucha gente volviera a reparar en él. Lo suyo fue un viaje circular desde la desconfianza inicial al olvido final. Pero con un intervalo de apenas cinco años en los que se las ingenió para demoler los muros de la dictadura de Franco desde dentro. «Decía que tenía que reformar una casa vieja (el país) sin que dejara de funcionar la luz ni faltara el agua en las cañerías». Es la metáfora-resumen de Fernando Ónega, el hombre que le puso música y letra al compás que marcaba aquel "flautista de Hamelin" de la política que resultó ser el presidente Adolfo Suárez González. Suya es la letra que encabeza la melodía más repetida de la moderna democracia española: aquel «puedo prometer y prometo» con la que el candidato abulense se presentó a las elecciones de 1977. Por algo Francisco Umbral dijo que fue «la pluma de la Transición».

Ónega, que fue lo más parecido a un "negro" durante aquel gobierno (1976-1981), no había cumplido los 30 años cuando fue captado por el sagaz político tras leer sus artículos en el diario "Arriba". Acudía al palacio de la Moncloa en su humilde Seat 127 y nunca tuvo conciencia de «colaborar en un espectáculo tan grandioso como la construcción de un nuevo Estado». Ahora, el veterano cronista (Mosteiro, Lugo, 1947) salta a los anaqueles de las librerías con su repaso a la figura de Suárez, el «último héroe nacional y uno de los más grandes hombres de la historia de España». El título no tenía alternativa: "Puedo prometer y prometo (mis años con Adolfo Suárez)". Ed. Plaza&Janés.

A sus 81 años, Adolfo Suárez (Cebreros, Ávila, 1932) carece del más mínimo recuerdo de aquel lustro en el que pilotó el futuro de 35 millones de españoles. Y que abrió el de las generaciones posteriores, esos jóvenes que le ven como un corto pasaje de las clases de Historia, pero que gracias a él pueden, por ejemplo, afiliarse a un partido político o votar en las elecciones. La última vez que recibió una visita oficial en su casa fue la del Rey, el 16 de julio de 2008. Fue a entregarle el Toisón de Oro, máxima distinción monárquica, por decisión del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Mientras don Juan Carlos paseaba con él, el brazo sobre su hombro, Suárez le preguntó: «¿Tú también vienes a pedir dinero?». Pero el alzhéimer ya había horadado su memoria varios años antes, como recuerda Ónega, que le llamó en febrero de 2002 para invitarle a una comida de viejos camaradas. «Lo que tú quieras, Fernando, pero aquí el único que tiene que cuidar a su mujer soy yo», respondió Suárez al teléfono. A Ónega se le cayó el auricular de las manos. Porque Amparo Illana, su fiel compañera de viaje, llevaba un año enterrada. Este libro pretende ser un aldabonazo para recuperar una figura que invita al arrepentimiento colectivo por «lo vapuleado que fue en su caída». Además, como verifica este veterano periodista, a medida que la vida parlamentaria ha perdido cualquier atisbo de acuerdo, «está creciendo la nostalgia hacia un hombre que percibía lo que había en la calle», y convirtió el «consenso» en la primera palabra de su diccionario político.

Fe ciega en sí mismo

«Yo de mayor quiero ser presidente de Gobierno». Así respondía el joven Adolfo a los 12 años cuando le preguntaban por el futuro en su Ávila natal. Extraña respuesta para este hijo y nieto de republicanos en un país que no sabía qué profesión era esa. Nadie la podía ejercer. Y a la tarea de hacerlo se entregó con fe ciega. «Una noche, junto a su futuro cuñado y colaborador, Aurelio Delgado, se dedicó a pegar los carteles de un congreso de Acción Católica que él mismo organizó. La noche siguiente los arrancó para poder denunciarlo a la Policía y multiplicar el interés. Fue un exitazo», recuerda en el anecdotario del libro.

Y fue Juan Carlos de Borbón, cuando ya se sentía como jefe del Estado, el primero en atisbar a aquel animal político, por entonces gobernador civil de Segovia, cuyo perfil incluyó junto a cientos de candidatos en la quiniela en la que se jugó el futuro de todos. Cuando hubo que elegir un piloto para un periplo que debía conducir a un destino llamado "democracia", pero sin hoja de ruta alguna, el Rey apostó todo a aquella cabeza bien amueblada dentro de «su caos ideológico, tanto que parecía el ideal para llevar la situación al buen puerto del consenso». En sus charlas con el monarca para confeccionar el libro, don Juan Carlos confirmó al cronista gallego que «no hubo nunca un diseño. Lo que hubo desde el primer minuto ha sido absoluta claridad y seguridad en la meta, que no podía ser otra que una democracia plena». De esta forma, «un chusquero de la política», un hombre que insistía en que no era «experto en nada», una «persona sencilla y normal» empezó a alternar el traje de desescombrar con el de arquitecto de una nación un 3 de julio de 1976.

Todos los gobiernos posteriores presumen de reformistas. Pero Suárez firmó 20 decretos ley clave en su primer año. El "martillazo" final que tumbó el muro de la dictadura ocurrió el 18 de noviembre de 1976, cuando se aprobó la Ley de Reforma Política. «El "atado y bien atado" que el Caudillo había garantizado no llegó a cumplir un año», recalca Ónega.

Se abrió así una etapa en la que lo excepcional se convirtió en rutina. Asesinato de los abogados laboralistas («con el Rey desde un helicóptero -una falsa leyenda urbana dijo que era el propio Suárez- pendiente de vigilar la tensión del multitudinario entierro»), huelga con cinco muertos en Vitoria, legalización del Partido Comunista («¡Cuántas horas de sueño me ha quitado usted, señor Carrillo»!), las máquinas de matar de ETA y el GRAPO a pleno rendimiento... En esos momentos Suárez volvió a hacer gala de su «magia». Se convirtió en un vendedor, puerta a puerta, capaz de pactar con el diablo para «elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal», otra de las perlas cultivadas que Fernando Ónega le escribió. Tras firmar los famosos Pactos de la Moncloa (25 de octubre de 1977), lo más parecido a un Gobierno de concentración, dijo exhausto: «Vivo para convencer».

Y todo lo hizo desde aquel recién estrenado Palacio de la Moncloa, escenario pobre, vacío y austero en el que pasaban cosas propias de un guion de Gruocho Marx. En su teléfono privado y directo, un día se coló una señora. «¿Quién eres?». «Soy Adolfo Suárez». «Y yo la Reina Sofía. Anda, dile a Pilar que se ponga». Suárez, tras explicarle que se había equivocado, «sostuvo una conversación increíble para la señora», bromea ahora Fernando Ónega.

Los mejores abrazos

Las primeras elecciones del 15-J de 1977 (las del «puedo prometer y prometo intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos...»), las autonomías, la Constitución de 1978. Todo este "mobiliario" lo colocó Suárez junto a un exiguo equipo en el que destacaron tres colaboradores: Torcuato Fernández-Mirada, autor de los "planos" del nuevo régimen; el Rey, siempre en contacto y que le confirmó al periodista otra leyenda urbana: «Cogía su moto, se colocaba el casco y pasaba el control de seguridad de la Moncloa como un ciudadano más», y, por último, Manuel Gutiérrez-Mellado, el enjuto teniente general al que no logró derribar Tejero el 23-F de 1981. Y que una vez le preguntó «¿Cuántos demócratas crees que hay en España?. "De momento, tú y yo", le respondió Suárez».

La "chistera" política del presidente dejó de sacar palomas salvapatrias el 29 de enero de 1981. «Se sacrificó para que su obra continuase -reflexiona su cronista-. No quería ser un paréntesis en la historia de España. Y había perdido la confianza del Rey, lo que más le importaba». Los sables militares ya chirriaban camino del Congreso.

Su formación "bisagra", el CDS, se diluía en cada votación. En octubre de 1991 renunció a su acta de diputado. Se iba el hombre del que siempre se dijo que «daba los mejores abrazos de toda España». Con su texto, Ónega se suma a los que reclaman que, si el hombre ha olvidado su obra, que su obra no olvide al «chuletón de Ávila», el presidente que encaró su papel en la historia de la misma forma que se enfrentó a Tejero en el Congreso: «De frente y sin arrugarse».

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