La mujer de Mahoma
ANASTASIO ROJO
Viernes, 13 de febrero 2009, 02:02
V uelven a dar noticia los periódicos de alguien que tiene problemas con los fundamentalistas islámicos. Éstos, de haber vivido en los momentos de esplendor del Islam, habrían pasado por la piedra a Scheherazade, a Harun al-Rashid, su amante en 'Las mil y una noches', y al más famoso médico árabe de todos los tiempos, Avicena, que escribió un poema en honor del vino y, dicen los biógrafos, murió a consecuencia de los excesos de una noche de serrallo.
La nueva implicada es Sherry Jones, por ponerse a contar historias en una novela titulada 'La joya de Medina', sobre Aisha, una de las esposas del Profeta, el cual, por cierto, tenía como Antonio Machado inclinación por las vírgenes jóvenes. Quince años recién cumplidos tenía Leonor al casarse con el poeta de treinta y cuatro; nueve la novelada por Jones al consumar su matrimonio con un Mahoma cincuentón.
La verdad es que los occidentales y los musulmanes nos conocemos poco y menos nosotros a ellos que ellos a nosotros, por cuanto nuestros libros sagrados lo son también suyos, mientras el Corán, por estos pagos, ha sido contemplado tradicionalmente como obra del demonio y quintaesencia de la herejía.
Nada sabemos, por ejemplo, de los diez animales admitidos en el paraíso de Mahoma ni de su por qué: la ballena de Jonás, la hormiga de Salomón, el carnero de Ismael, la ternera de Abraham, el borrico de Aasis reina de Saba; la camella del profeta Saleh, el buey de Moisés, el perro de los siete durmientes, el cu-cú de Belkis y el asno del propio profeta.
Y lo de la mujer de los fundamentalistas arranca de muy lejos, de las circunstancias que rodearon la vida de nuestro primer padre: Adán.
Es una historia tan absorbente como una novela de Salman Rushdie. La Tierra se horrorizó al saber las intenciones del Altísimo: «Te la acabará pegando», «seré maldita por su culpa»; pero Él, que estaba acostumbrado a hacer lo que quería, modeló el barro que el terrible Azrael había arrancado al planeta, sin hacer caso de sus súplicas.
Los ángeles se maravillaron de la obra. Todos acudieron a admirarla. A admirarnos. Todos menos Eblis, alias Lucifer, que dio una patada en nuestro primer vientre. No pudo romperla, pero advirtiendo por el sonido que estaba hueca, se dijo: «Esta criatura, siendo hueca, tendrá necesidad de verse saciada a menudo y estará, por consiguiente, atada a todas las tentaciones».
Después ya saben: Dios infundió en la bella escultura un alma que la animó, ordenó a los ángeles que se inclinasen ante ella, cosa que hicieron todos menos Eblis, razón por la que fue expulsado del cielo; del que finalmente fue arrojado Adán, precipitado sobre la montaña de Serendib de la isla de Ceilán. etcétera. Pero Dios no quiso que el primigenio bajase sin nada. Adán cayó con una varita mágica bajo el brazo con la que podía obtener el animal que necesitase con sólo tocar el mar. Lo hizo y surgió la oveja. Eva palmoteó de alegría, ¡yo! y tocando el agua nació el lobo, que se llevó la oveja; Adán hizo entonces el perro, que la recuperó, y así sucesivamente. Adán animales que se quedaban, Eva, alimañas que huían al monte.
Moraleja fundamentalista: lo menos doméstico que tenía Adán en su casa era su mujer.
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