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Cada loco con su tema

FERNANDO COLINA

Sábado, 24 de enero 2009, 02:55

L a frase es gentil, popular y reconfortante, pese a que en el refranero general figura entre los refranes podados, aquellos que sólo conservan la mitad de la expresión. Con la parte que ya no perdura se leería así: «Cada loco con su tema y cada llaga con su apostema». Pero la versión abreviada hoy nos suena mejor y se basta por sí sola. Las heridas ya no supuran con la facilidad de antes.

El dicho es un monumento a la tolerancia. Representa el reconocimiento de que cada persona es una mónada aislada y autosuficiente que se alimenta con sus propias extravagancias. Todos tenemos un tema del que nadie nos aparta. Somos ese tema. El miedo a que nos conozcan proviene precisamente de esa gaita. La intrínseca soledad del hombre lleva a dialogar y a conocerse, pero cuando alguien nos interesa de verdad entonces nos sobrecoge el temor de que se aburra si descubre enseguida el estribillo y la muletilla que se nos escapan.

Por fuerza acabamos diciendo lo mismo. Es lo que peor llevamos de los amigos. Si algo nos pone a raya es el sobresalto de comprobar que nos van a repetir otra vez lo que nos dijeron la semana pasada. Conozco personas a las que sólo veo de año en año y lo primero que se me ocurre al verlas es repetir lo que dije en el último encuentro. La impresión es descorazonadora y sin embargo sólo con esfuerzo se consigue cambiar de tema y sacar a relucir algo nuevo.

Si el refrán nos socorre es por ayudarnos a aceptar que todos somos un disco rayado, un libro de índice exiguo y reiterativo. Asumir la trivialidad temática de cada uno es el primer signo de tolerancia, una virtud no pocas veces estúpida que nos pide aceptar al otro tal y como es, mordiéndonos la lengua y la soflama. Una debilidad, por lo tanto, sólo comparable en tontería a la virtud opuesta, a la intolerancia del catequista o del terapeuta, que son agentes de la verdad decididos a ejercer a toda costa su influencia.

No debemos creer, sin embargo, que los más raros y callados estén exentos de la ruin repetición y que en su interior hiervan a borbotones las ideas. Cuanto más atrabiliario sea uno, no por ello es más interesante. Más bien suele suceder al revés. En la medida que crece la rareza lo hace también la densidad inamovible de la interpretación. Así hasta la locura, pues si algo nos permite reconocer a un delirante no es porque afirme cosas improbables e irrebatibles sino porque repite su tema hasta en la sopa. Lo descabellado en su caso no es tanto la fantasía sino la constancia loca de su tema.

Ahora bien, ¿acaso no le sucede al sabio algo comparable? Sabio no es quien goza de una originalidad inacabable sino quien nos eclipsa con su repetición sin rendirse nunca. En los Recuerdos de Sócrates que escribiera Jenofonte leemos esta saludable opinión: «¿Todavía sigues diciendo, Sócrates, las mismas cosas que te oí decir hace mucho tiempo? Y Sócrates le respondió: Sí, Hipias, y, lo que es más sorprendente todavía, no sólo digo las mismas cosas siempre, sino que lo sigo diciendo con las mismas palabras».

Que cada cual saque las consecuencias.

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