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DOLORES ALONSO
Viernes, 23 de enero 2009, 03:26
Desde el autobús, miro con envidia a otro ciclista más valiente, que no se ha dejado amedrentar por el nubarrón que cubría Valladolid como una chapela, y que ahora está disfrutando del cielo azul y el aire en la cara.
Mi compañera de asiento le pregunta por el móvil a su amiga qué tal le ha ido el viaje de novios y le cuenta que ella -no sabe por qué- tiene nostalgia y la cuesta arrancar de casa hasta para ir a natación. En el asiento de delante, un chaval de veintipocos explica a su colega lo torpes que son las empresas usuarias de sus programas de ordenador y lo serio que se puso en una reunión para mejorar las condiciones del contrato.
Un niño llora porque su madre no le deja ir haciendo equilibrios en la plataforma, y la señora de detrás -sesenta largos- rechaza otra oferta de trabajo, «porque ahora voy a Covaresa a planchar». (Por cierto, que no se me olvide comprar detergente para la lavadora). El autobús, con la invasión por el oído de la vida de tanta gente real, me desintoxica un poco de ese vivir para las apariencias en que se ha convertido la sociedad y me recuerda lo único que importa: la gente y la vida.
La culpa la ha tenido la señora de atrás, que casi me ha hecho sentir el tacto de las sábanas recién planchadas por mi madre.
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