
FERNANDO COLINA
Sábado, 13 de diciembre 2008, 02:49
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E n la práctica médica hay hechos sorprendentes. Uno bastante llamativo es la confusión de lenguas. Desde la tradicional impenetrabilidad de la letra de los médicos a la opacidad de sus términos técnicos, el discurso de la medicina resultó siempre enigmático para el profano. De todas maneras, debemos de reconocer, en justo descargo, que el galeno comparte hermetismo con el jurista, una suerte de hermano de oscuridades y letras. Quizá por ese motivo, a la partida diaria que en tiempos pasados reunía al médico y al juez del pueblo, se sumaba con frecuencia el cura de la parroquia, concurrencia costumbrista que posemos entender porque el clérigo aportaba su latín a la particular aridez de lenguaje de los compañeros de baraja.
En realidad, todos los grupos de poder tienden a confeccionar un lenguaje cerrado. Y los médicos detentan uno de los poderes cotidianos más activos, aunque su ejercicio se limite al cuerpo, en vez de discurrir por los campos de las leyes, de la política o de las armas. La figura del médico humanista, bondadoso y delicado en todas sus manifestaciones, siempre ha ido unida a la del médico arrogante, tiránico y despectivo con sus pacientes. El poder que el médico ejerce sobre el cuerpo del otro es una tentación constante para el abuso y la soberbia personales. Al fin y al cabo -como demostró Foucault-, todos los poderes en última instancia se ejercen sobre el cuerpo, así que el médico, a su pesar o no, lo ejerce a raudales.
Por este motivo podemos entender la proliferación actual de siglas en los informes clínicos. En la medida que las leyes han protegido el derecho de información de los usuarios, los escritos médicos se han llenado de signos incomprensibles para el común de los enfermos. Incluso entre los profesionales circulan diccionarios de abreviaturas que ayudan a no perderse en el nuevo laberinto del lenguaje. Siglas como ACV, IAM, HTA, TLP o TOC son constantes en el papeleo que generan los hospitales. Algunas de ellas, incluso, sólo funcionan en círculos muy restringidos, como el célebre TLC que acuñara durante el siglo pasado un célebre psiquiatra, que no recuerdo ahora bien si se llamaba Pérez, Perdiz o algo así, que con su originalidad hizo una demostración de precisión y sarcasmo profesional, pues hay consultantes que no tienen más patología que -con perdón y todos los respetos- ser «tontos de los c.».
Estas resistencias de los lenguajes profesionales a la claridad son comunes a todas las expresiones del poder. En su libro sobre 'La lengua del tercer Reich', Víctor Klemperer llamó la atención sobre las innumerables siglas que identificaban a las organizaciones fascistas. El poder siempre ha sido amante de clichés, eslóganes y eufemismos, desde el SPQR de los romanos a las formas más crueles que conoció el Holocausto, donde se habló de 'solución final' por exterminio, 'traslado' por deportación y 'tratamiento especial' por matanza.
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Los médicos no deberían asustarse por estos antecedentes, pero sí recordar que, además de por clichés, se puede hablar también desde el punto de vista de la gente.
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