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ARTÍCULOS

Corazón de oro

ANTONIO ÁLAMO

Martes, 28 de octubre 2008, 02:45

H ay una breve secuencia de vídeo en Internet que en menos de un minuto retrata las principales preocupaciones de una persona en su trabajo con una perfección difícil de encontrar. Es una historia de amor propio que dura exactamente 45 segundos, pero tan sencilla y con matices tan reveladores que ahorraría la lectura de una biografía, y las hay, sobre quien la protagoniza. El resto del cortometraje ofrece menor interés.

El personaje es un músico a punto de comenzar una canción, y el entorno lo componen un escenario escasamente iluminado con una silla en el centro, un público expectante en derredor, y sus dos inseparables herramientas de trabajo, con las cuales se gana la vida desde hace más de 40 años: una guitarra acústica y una armónica. Poco más. El cantautor es ya un clásico de la música moderna, se llama Neil Young, canadiense de nacimiento, y se dispone a interpretar la que seguramente sea su canción más emblemática, cuyo título en castellano significa 'Corazón de oro', y cuyo contenido tiene ribetes autobiográficos.

La secuencia se inicia cuando se sienta en la silla, coloca su guitarra acústica de 6 cuerdas entre las piernas, ajusta el soporte de la armónica y prueba esta última. Sorprendido por un sonido que no esperaba, sonríe, se disculpa, mira entonces el pequeño instrumento advirtiendo el error, y hurga en el bolsillo derecho de su chaqueta de donde saca un pequeño estuche con una segunda armónica. Quien se fije en su cara verá cómo coteja ambas, duda, y vuelve a registrar el bolsillo hasta extraer una tercera que, ésta sí, coloca definitivamente en el soporte. Ahí se acaba tan intrascendente visión porque el músico, satisfecho por fin con el sonido, arranca la historia musicada de quien bajó a la mina, recorrió medio mundo, y se hizo viejo mientras buscaba un corazón de oro.

Al rectificar dos veces hasta encontrar la adecuada, el músico no pretendía sino ajustarse a los tonos originales de la canción, por los que es recordada gracias al sonido único de una armónica en Sol; quería que se le entendiera, y aunque es lo mínimo exigible a cualquier trabajador en contacto con el público, no estaba obligado a hacerlo. En realidad, pudo perfectamente haber acomodado las notas de la guitarra al tono de la primera y salir del paso, pero no; deseaba que se identificara desde los compases iniciales. La pieza, naturalmente, sonó bien.

Cualquier lector dirá con razón que es una pérdida de tiempo gastar casi un minuto contemplando la preocupación de una persona por hacer su trabajo con decoro, sin improvisar, y con un trato exquisito a sus útiles de labor. Puede ser, quizá esté en lo cierto y no sea éste un asunto interesante ni social ni periodísticamente. Es posible estar de acuerdo en eso. Pero habrá que convenir, al menos, que la escena sirve para configurar un nítido esbozo de una persona, confirmando de paso aquella sencilla tesis según la cual se puede retratar a alguien con una cámara fotográfica, con la pintura, con las palabras, e incluso -sin necesidad de artilugios-, con sus gestos. Nunca sería una imagen definitiva pero sí harto esclarecedora. Y además, contra lo que pudiera parecer, resulta más que suficiente, claro que sí, ya que es posible conseguir lo mismo en menos tiempo aú n, con menor esfuerzo y con resultados más contundentes que los mostrados en el vídeo. Basta con unas pocas palabras. Exactamente con algunas de las que aparecen en los faldones de televisión, en las ediciones digitales y en la prensa escrita, porque por sí solas perfilan unos bocetos mejor elaborados que aquel sobre el grado de preocupación por la principal herramienta de trabajo del periodismo, que no es precisamente ni una armónica en Sol ni una guitarra.

Con el faldón televisivo que hace dos años circulaba por la parte inferior de la pantalla anunciando en un telediario nacional la desaparición de tres montañeros sepultados por un «alubión» en Chamonix, por ejemplo, lograríamos un retrato sencillo a caballo entre el surrealismo y el simbolismo de Archimboldo, aportando a la par una notable contribución a la enciclopedia de descubrimientos singulares : los «alubiones» ya no sólo atragantan a los humanos sino que también, de lo grandes que se han hecho, los aplastan. A tres juntos de golpe.

Con el «alaga» de Lewis Hamilton a Felipe Massa, incrustado despreocupadamente en una página digital del pasado 11 de octubre, el retrato resulta casi tan panorámico como el del músico, evidenciando una carencia de bolsos interiores para albergar no armónicas sino diccionarios, libros de estilo, y otras zarandajas parecidas. Pura alegría celestial, vamos. Y bastaría con el pie de foto aparecido otro día de octubre para completar una escueta pinacoteca desde la triple perspectiva visual, electrónica y escrita. En este último caso, con esa breve línea sobre George Bush, donde lo más destacable eran sus relucientes «votas» camperas, quedó claro qué tiene lustre (una obviedad), quién no se ilustró (otra obviedad) y lo poco que importaban el personaje y los lectores. Y si a eso le añadimos el uso abusivo del doble lenguaje, un problema casi insoluble sazonado con dosis de hipocresía y temor, y con muchos años acreditados a la chepa, sobran otros comentarios, salvo que mejoren la exposición de Jean-Louis Servan-Schreiber recogida en 'El poder de informar' (Dopesa.1973. Págs. 193-195), al referirse a la inflación verbal.

Las anécdotas citadas, casos aislados e infrecuentes, no son más que un remedo de lo que sucede a quien sale al escenario sin pertrecharse de recursos, sin conocer las posibilidades de lo que usa, o sin cuidar aquello con lo que logra comunicarse, sea porque se ha puesto por montera la lengua con la cual le enseñaron a hablar, o porque no le guarda afecto. Por suerte, determinadas herramientas de trabajo tienen vida y evolucionan, aunque también necesitan cierto mimo; y no por ellas, que saben cuidarse solas como lo demuestra el castellano a través de los siglos, sino egoístamente por nosotros. ¿Y eso? Pues porque hasta ahora son pocos los «alubiones» gordos como el de Chamonix, pero como proliferen y resulten tan transparentes (a ése ni se le vio), muy pronto nos encontraremos con el músico en alguna mina o recorriendo el mundo. Él, buscando un corazón de oro; y nosotros, preguntando por qué no nos entienden los lectores. Al tiempo.

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