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El paso de Guadarrama

ANASTASIO ROJO VEGA

Viernes, 12 de septiembre 2008, 04:01

D entro de los sucesos que tuvieron lugar en el territorio de Castilla y León durante la Guerra de la Independencia, hay uno que generalmente no tenemos en cuenta los españoles, pero quedó grabado en la mente de toda la Gran Armée napoleónica. Un episodio épico para quienes hicieron la guerra peninsular y acompañaron al emperador. Un nuevo paso de los Alpes, días 23 y 24 de diciembre de 1808, con salida de Madrid y llegada a Villacastín.

Cada uno lo cuenta a su manera. El gran cirujano Larrey, así: «Ya habíamos visto, al pie de estas montañas, que el mercurio había bajado, en el termómetro de Reaumur, a nueve grados bajo cero. Los vientos venían del Norte, los días previos había caído una gran nevada y así, a medida que ascendíamos por la montaña, el frío, ya muy vivo, aumentaba sensible y progresivamente, hasta el punto que hombres y animales perdían el equilibrio y caían sobre el camino y muchos eran arrastrados pendiente abajo por aludes de hielo y nieve. Algunos, paralizados por el frío, se quedaban en los bordes del camino sin poder levantarse. La artillería volante y la caballería se vieron obligadas a parar en medio de la montaña. En esta penosa situación, fue incluso difícil hallar madera. Cuando se encontraron los medios de encender algunos fuegos de vivac, estos fueron más nocivos que útiles a nuestros soldados. En efecto, todos los que expusieron bruscamente sus pies y sus manos a la acción del fuego, fueron afectados casi al instante por gangrena de congelación más o menos profunda...»

Saint-Hilaire: «El emperador partió al día siguiente por la mañana, víspera de Navidad. Hacía bueno al salir, pero al llegar al pie de la montaña encontró el camino ocupado por una gran columna de infantería que ascendía lentamente la cordillera. Delante de esta infantería había un convoy de artillería que se había dado la vuelta, porque una tempestad de nieve, acompañada de un viento horroroso, hacía imposible el paso; había tanta oscuridad como al final del día. Los lugareños previnieron a nuestras tropas que podían ser sepultadas por la nieve, como había ocurrido otras veces. Los soldados no recordaban haber padecido un frío semejante ni en Polonia -todavía no había llegado la campaña rusa-; sin embargo Napoleón. dio orden de que se le siguiese y se puso él mismo al frente de la columna...»

Un Napoleón que, en carta dirigida a su hermano José, Villacastín, 23 de diciembre, lo reduce a: «Hermano mío, he pasado el Guadarrama con parte de mi Guardia y con un tiempo bastante desagradable. Mi Guardia dormirá esta noche en Villacastín».

Pero el capitán Coignet, en nombre de los que no eran napoleones, insiste: «Llegamos al pie de una montaña formidable, con tanta nieve como el San Bernardo. Tuvimos que franquearlo con penalidades inauditas. Antes de llegar al terrible paso fuimos sorprendidos por una tempestad que nos volteaba. No nos veíamos. Teníamos que apoyarnos los unos en los otros...»

Pero Napoleón era Napoleón. Coignet concluye: «Había que tener un emperador a quien seguir, como el nuestro, para resistir aquello». Y la Gran Armée resistió.

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