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P. M. Z.
Domingo, 3 de agosto 2008, 03:34
Como es sabido, las luces de la Ilustración nunca consiguieron alumbrar mucho las tierras de España. La lista de ilustrados locales no es precisamente multitudinaria: Feijoo, Jovellanos, Moratín. También Félix María de Samaniego, el escritor de Laguardia que, junto a Tomás de Iriarte, ha pasado a la historia como el gran fabulista de nuestras letras: el reformista atento, didáctico y entrañable que trató de corregir los defectos morales del prójimo con sus edificantes historias protagonizadas por animales.
A Samaniego le rodea una aureola de escritor pío y algo soporífero que no es del todo justa. De hecho, tenemos la impresión de que él fue lo más parecido a un escritor libertino que tuvimos por aquí. Además de ser procesado por la Inquisición por poseer libros de Rousseau y La Mettrie, Samaniego fue autor de una colección de poemas y cuentos obscenos que suelen publicarse bajo el título de 'Jardín de Venus'.
En esos textos se muestra lo suficientemente lujurioso, grueso y anticlerical como para ser aceptado en una de las animadas sobremesas de Felipe de Orleans. Su poema 'El reconocimiento' comienza así: «Una abadesa en Córdoba, ignoraba / que en su convento introducido estaba / bajo el velo sagrado / un mancebo, de monja disfrazado; / que el tunante dormía, para estar más caliente, / cada noche con monja diferente, / y que ellas lo callaban / porque a todas sus fiestas agradaban».
En el XVIII español existen otras obras secretas y pecaminosas, como las Meléndez Valdés, Iglesias de la Casa o José Cadalso, pero quizá ninguno de estos autores alcanza el encanto de Samaniego. Divertido y profundamente irrespetuoso, el autor de las fábulas también se atrevió a utilizar a los clásicos: «El cínico Diógenes de Atenas / con su filosofía / hizo, mientras vivió, mil cosas buenas, / siendo su gran manía / ponerse a procrear públicamente / a sol radiante y a faldón valiente».
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