¿Nos vamos al pueblo?
Los municipios de la provincia encuentran en el verano una oportunidad para revivir y olvidar una despoblación cada vez más acuaciante
ÍÑIGO SALINAS
Domingo, 27 de julio 2008, 14:17
«Los hijos han tomado otros caminos. Hace tiempo que se terminaron los ganaderos y ya sólo quedan cuatro agricultores. Los pueblos se acaban... Se acaban...». Pero las palabras de Dionisio González se ahogan en medio del silencio de una tarde cualquiera de verano en Tierra de Campos. Ocho ancianos que, alrededor de una mesa de madera del bar de Berrueces, no quitan ojo de la partida de dominó de cuatro paisanos; tampoco parecen prestar atención a la profecía del octogenario Dionisio. Tan sólo un señor que está a su lado aparta la mirada de los puntos negros, atisba de reojo a Dionisio, asiente con la cabeza y vuelve a entregarse por completo a la estrategia de los jugadores.
Pero el eco de las palabras de Dionisio no se pierde en el horizonte infinito de los campos. Porque en estos tiempos en los que las prisas han ganado la partida a la humanidad, todavía hay algunos que se resisten en rotundo a cambiar los baños en la alberca por un metro cuadrado en cualquier playa del mediterráneo, o los que prefieren el regusto amargo de una manzana robada que la paella en el chiringuito. Porque todavía hay algunos que prefieren veranear en un pueblo que en cualquier otro lugar, por muy lujoso y posmoderno que lo vendan.
Un inmenso campo de girasoles da la bienvenida a Villanueva de la Condesa, un pueblo de casas de adobe en las que viven, según el censo, 46 personas. Un letrero anuncia un bar que está cerrado a cal y canto. En la calle De la Derecha no hay un alma y en la Del Medio sólo se oye el siseo del aire. Un perro muerto en una esquina y una piscina de plástico en un patio son las únicas señales de vida. «Antes venían algunos, pero ya nada. Esto cada vez es más pequeño», nos anuncia José Antonio García desde detrás de la verja de su casa. A su lado, su hija Erika recuerda cómo, «cuando era pequeña, pasaba aquí los veranos saltando las tapias, cogiendo los huevos de las gallinas y destrozando las huertas. También cogíamos las bicis para ir a por almendrucos a los pueblos de alredor. Lo típico», confiesa.
Ahora Erika es madre de dos niñas de tres y un año y, aunque vive en Herrín de Campos, acostumbra a ir a Villanueva «los fines de semana y una temporada en verano. Les encanta», reconoce. Pero cuando las niñas crezcan dejarán a un lado el pueblo de sus abuelos y, posiblemente, preferirán otros destinos. O al menos eso vaticina José Antonio. «Es normal, ¿para qué van a venir?», se pregunta. «Aquí no hay nada que hacer».
Al este de Villanueva está Herrín de Campos, y en Herrín de Campos un centro de jubilados en el que trabaja José María Alonso. «Los niños vienen con sus padres, pero cuando se hacen mayores desaparecen», ratifica. «Para los pequeños esto es una gozada. Pero luego ya tienen sus ambientes en las capitales», admite.
Las peñas
Sin embargo, aunque la algarabía juvenil brilla por su ausencia en las calles o plazas de los pueblos de Tierra de Campos, basta con acercarse a una peña para comprobar que existe una generación entre la niñez y la madurez de la que depende que los pueblos no se se pierdan en los recuerdos de los desaparecidos.
Luis Fernández del Rey, el alguacil de Herrín «desde hace ocho años o más», asegura que el pueblo «cambia mucho de invierno a verano. En invierno estamos cuatro y en verano alguno más».
Víctor, Rubén y Eloy son ese uno más del que habla el alguacil. Aunque están en plena adolescencia, prefieren pasar las tardes en la peña 'El Garito' que ir a Marbella «o por esos sitios donde no hay más que calor», reconocen. Lo de estar con más gente ni se les pasa por la cabeza. «El pueblo es pequeño y no cabemos más... Somos suficientes», afirman. Porque a estos tres jóvenes les basta con «jugar a fútbol, estar con los ordenadores, ir con la moto a otros pueblos y los viernes de fiesta a Villalón... Lo pasamos bien así», dicen.
Aunque viven en Valladolid, Gabino González y Jesús Gil van a Berrueces «todos los 'findes' y en verano», aseguran estos veinteañeros. 'El Picadero' es la peña en la que se reúnen para jugar al julepe o al mus. «Somos unos veinte o así. Antes éramos más, pero cuando cumplieron 15 ó 16 dejaron de venir», aseguran.
Ellos, sin embargo, no cambian de destino. «Por aquí no hay mucho que hacer, pero lo pasamos bien». Cuando no están de caza, van «a la piscina de Aguilar, jugamos partidillos de fútbol en la era con los chavales o escuchamos música y tomamos unos cubatillas en la peña», dicen.
Y en esos días en los que el calor se pone intratable, se dan un baño en la piscina de los hermanos Román y Javier. Porque cualquiera del pueblo sabe que la puerta de su casa está abierta «para todos». Por un puñado de bicicletas apiladas en la carretera se deduce que alguien ha llegado antes que ellos. Son «los pequeños». Paloma, Luismi, Javier y Josito juegan con un balón hinchable. «Pasan aquí todas las tardes», dice Pilar Pérez, la mujer de Román, mientras cierra el libro y se incorpora de la hamaca.
Casas en venta
Aguilar de Campos, sin embargo, tiene piscina pública a la que acuden muchos jóvenes y matrimonios a pasar la tarde. Es el caso de Eugenio, Falina, Marta, Valeriano, Ángel y Victoria, que charlan animadamente en una mesa. Después irán a casa y más tarde al bar a tomar «unos pinchos y beber algo», avanzan. Dicen que «es verdad que antes había más gente. Lo que pasa es que muchos se han muerto y los hijos han vendido las casas», aseguran.
Pero no todos los pueblos tienen piscina pública o unos vecinos con una privada. Es el caso de Villabaruz de Campos, donde el 28 de junio inauguraron la ermita. «Ese día fue alucinante de la cantidad de gente que había. Vinieron hasta políticos», recuerda María Jesús Escobar, una vecina que cree que el problema del despoblamiento del mundo rural radica en que «los chicos de 14 años en adelante dejan de venir. Después se casan y regresan con sus hijos, pero claro, ahora como mucho cada matrimonio tiene uno... Pues imagínate». Quizás por eso, «la mayoría» de los veraneantes son «o muy pequeños o mayores. No hay término medio», analiza. Y es que en Villabaruz no hay «ni piscinas ni río bañable, sólo sitios para pasear. Y creo que ahora nos han enganchado al ADSL, pero todavía no ha llegado».
En el pueblo en el que vive María Jesús veranean Severina Monje y su marido, Clementino Caballero. A sus 73 años, este matrimonio residente en Bilbao, pasa los días «arreglando la ermita, cuidando el jardín» o hablando con otros de cualquier cosa.
En Villafrechós, además de unas concurridas piscinas públicas, hay «unos cien veraneantes». Y claro, eso se nota. Álvaro Girón y Santiago Cuenca viven todo el año en el pueblo, y la llegada de las vacaciones son como aire fresco en sus pulmones de 18 años. «En invierno vas por la calle y no hay nadie. Ahora por lo menos ves a gente». Entre esa gente están los otros diez amigos con los que por las mañanas van «a la agricultura», por las tardes en bici a la piscina a jugar a cartas y por las noches quedan con las chicas en la plaza. Y los sábados de fiesta a Villalpando.
Cuando el otoño cambie de color las calles de los pueblos de Tierra de Campos, los niños habrán regersado a los colegios, los jóvenes a sus puestos de trabajo y los mayores a su ciudad. Casi todos habrán vuelto a sus casas y el silencio volverá a inundar las calles de Berrueces, Villabaruz, o Villafrechós. Sin embargo, el eco de las palabras de Dionisio, ese señor octogenario que pasa las tarde viendo jugar al dominó en el bar del pueblo, seguirá retumbando en los campos: «Los pueblos se acaban... Se acaban...».
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