Las cajas de cerillas
JOAQUÍN MARTÍN DE UÑA
Lunes, 26 de mayo 2008, 02:59
EL avance que supone el transcurso del tiempo, no sólo determina el cambio de conceptos y normas de vida, sino que el creciente estado de bienestar lleva aparejada la modificación de los objetos de uso cotidiano, cambios que en algunos conducen a su desaparición.
De entre los objetos domésticos de humilde condición, los mecheros clásicos (que se transformaron en encendedores de piedra y gasolina, y más tarde en pequeños complejos electrónicos) fueron el primer envite a las que fueran populares cajas de cerillas, de fósforos o mixtos (algunos de los nombres con los que se conocieron), cuya utilización fue mucho más allá de su uso por los fumadores durante muchos años, pues su utilidad suplió durante casi un siglo cometidos que posteriormente fueron realizados por el empleo de la electricidad.
En su larga existencia, tanto las cajas como su contenido fueron evolucionando con el paso de los años. En un principio su elaboración fue objeto de diversos talleres particulares, pasando a constituir un monopolio estatal años más tarde. El tamaño de las cajas iba en función del tipo de fósforos que contenían y se seleccionaban por medio de números. Así, por ejemplo, en sus comienzos, había cajas que contenían '100 cerillas número 3', mientras La Fosforera Española ofertaba '40 Fósforos número 2' y las pequeñas carteritas, generalmente usadas para promocionar productos y marcas comerciales, contenían, solían contener 20 o 40 cerillas planas.
La preocupación de los fabricantes de cerillas por la acentuada peligrosidad del primer componente de sus productos, el fósforo, hizo que su uso se fuera reduciendo hasta conseguir unas cerillas prácticamente inofensivas. Igualmente que el raspador en que se frotaban las cerillas para su encendido, pasaron de ocupar prácticamente el reverso de las primeras cajas a situarse en un lateral, reduciendo la superficie de raspado y haciendo desaparecer la apariencia de lija de los primeros raspadores. En las carteritas publicitarias pasaron (por el riesgo que suponía el que la cerilla encendida trasmitiera su llama al resto del pequeño envase) a situarse en la parte posterior de dichos envases.
De los múltiples usos de las cerillas hay que destacar su casi constante empleo en los domicilios. Desde el encendido de la piña, que posteriormente se cubriría de carbón vegetal del que se alimentaban los desaparecidos braseros, el encendido de las estufas de posguerra y de las primeras calefacciones de carbón mineral, al encendido de las clásicas cocinas bilbaínas, donde se preparaban las comidas, al encendido de quinqués, lámparas y velas que iluminaban los hogares hasta que comenzara a utilizarse la electricidad.
Pasaron los años y el uso de las cerillas ha quedado relegado a algunos fumadores nostálgicos y poco más, pues el gas en los encendedores, la luz eléctrica y las cocinas y calefacciones accionadas por electricidad acabaron con el imperio de las pequeñas cerillas.
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