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JOSÉ MARÍA ROMERA
Sábado, 19 de enero 2008, 01:32
Continuamente nos encontramos con personas que prefieren vivir disconformes consigo mismas antes que verse sometidas a la crítica o la reprobación de los otros. El medio ejerce sobre el individuo una gigantesca fuerza coercitiva, y no sólo en las sociedades cerradas, fuertemente cohesionadas por creencias religiosas o tabúes y constricciones intocables. Se supone que el mundo occidental moderno, que consagra la libertad individual por encima de cualesquiera otros valores, ha dejado atrás la dependencia del qué dirán; pero, a la hora de la verdad, actuar a contracorriente rigiéndose por el propio criterio es más difícil de lo que parece. Algo hay en nuestra naturaleza que nos impele a ceder parte de nuestra autonomía en favor de imposiciones, expresas o tácitas, de los otros. Y es que, como ya reconocía Bertrand Russell en 'La conquista de la felicidad', «muy pocos pueden ser felices sin que aprueben su manera de vivir y su concepto del mundo las personas con quienes viven».
Ocurre en la política y en el consumo, en el arte y en las relaciones personales. Pocos son los que se atreven a contrariar los dictados de la moda en el vestir, pero tampoco abundan los audaces que osan manifestar en público opiniones vedadas por la dictadura de la corrección político-social. Adquirimos los productos impuestos por las consignas publicitarias y cedemos sin pestañear a los compromisos impuestos por la cuadrilla de amigos, a los hábitos familiares, a los rituales de la tribu. Más que la pereza mental -que tampoco está ausente en estos comportamientos- lo que nos mueve a actuar así es una especie de desconfianza en nosotros mismos, a la que acompaña la necesidad de asentimiento por parte de los demás.
Desde la más tierna infancia, el sujeto recibe insistentes mensajes en la dirección «no te fíes de ti mismo». No es algo necesariamente malo. El niño necesita obtener la aprobación de sus padres para empezar a tomar conciencia de lo acertado y de lo desacertado, y al mismo tiempo para adquirir seguridad en sí mismo. Pero una educación demasiado rígida o sobreprotectora que le impida ir conquistando espacios de decisión personal puede acabar incapacitándole para pensar, decidir y actuar sin criterio propio. Muchas veces la escuela, a la que correspondería entre otras cosas inculcar el pensamiento libre, actúa como prolongación del modelo familiar autoritario. Años y años de oír a todas horas expresiones del tipo «esto no se toca», «hazlo como yo te digo», «pide permiso siempre» o «nunca harás nada por ti mismo», acaban haciendo que el niño identifique autonomía con fracaso y dependencia con éxito.
Necesidad de sacar nota
Lastrados por el sentido del deber impuesto, por la necesidad de sacar nota, muchos adultos aparentemente responsables coinciden en describir sus experiencias ante los desafíos de la vida como un examen en el que lo más importante para ellos no es salir airosos, sino obtener el aprobado del 'profesor' de turno, sea el jefe, sea la pareja, sea la opinión pública.
Explica Wayne W. Dryer en su ya clásico libro 'Tus zonas erróneas' cómo el individuo va siendo dirigido a la búsqueda de aprobación externa, aparte de por la familia y las instituciones escolares, merced a otras diversas instituciones: desde las iglesias hasta los gobiernos, las ideologías portadoras de doctrina, las agrupaciones formales e informales y los patrones culturales y estéticos de cada momento. Y como prueba de esto último aporta el ejemplo de infinidad de letras de canciones donde se repiten machaconamente mensajes de dependencia disfrazados de hermosas declaraciones de amor. ¿Quién no ha oído alguna vez cosas como «Sin ti no soy nada», «Si tú me dices 'ven' lo dejo todo», «Sólo me siento vivo al verte sonreír» y tópicos semejantes envueltos entre violines y servidos como sublime regalo para oídos sensibles? En el fondo, todo transmite una misma idea: lo que los otros piensen de ti es más importante que la idea que tú tengas de ti mismo; así que debes complacerles porque de otro modo te sentirás mal.
Pero nunca se puede agradar a todo el mundo, como queda demostrado en las encuestas de popularidad donde los políticos mejor considerados apenas alcanzan a complacer a un 50% de los encuestados. Pese a esa evidencia, son los mismos políticos quienes con mayor ahínco se afanan en buscar el reconocimiento de la gente, como las estrellas del espectáculo cuya supervivencia en el oficio depende de las ovaciones que les dedique el respetable, o los vendedores de productos cuyas ganancias guardan relación directa con el beneplácito de los consumidores.
Perdón por los aciertos
Son tiempos éstos en que para conseguir algo hay que halagar, complacer, ganar audiencias, granjearse simpatías. Prohibido desagradar. Adulemos al interlocutor para sentirnos queridos por él. Orientemos nuestra opinión social y política conforme a lo que imponga la emisora de turno y no según nos dicte nuestro pensamiento independiente. Pidamos excusas por nuestros errores -y de paso por nuestros aciertos-, digamos continuamente «lo siento» y «perdón», asintamos a todo lo que nos viene impuesto, sintámonos, en fin, infelices cada vez que alguien recrimine nuestras palabras o acciones.
Sin embargo, a la larga, quien obtiene más aprobación suele ser quien no vive pendiente de conseguirla. Está comprobado que cuando dejamos de sentirnos sometidos a prueba, pendientes del beneplácito o del permiso ajenos, es cuando comenzamos a tomar decisiones más acertadas y maduras. Por paradójico que parezca, una vez liberados del miedo al qué dirán resulta que los demás empiezan a hablar mejor de nosotros.
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