Panaderos de palencia
GUILLERMO DE MIGUEL AMIEVA
Domingo, 6 de enero 2008, 20:07
UN buen día de hace muchos años supe que el pan de Palencia era bueno por la visita inesperada de unos parientes asturianos a quienes, entonces, les pareció pastel. Yo estaba tan acostumbrado al sabor del pan que no le daba importancia. Mi padre siempre llegaba del trabajo con una sonrisa, con el periódico y con un pan bajo el brazo. Traía en sus manos lo primordial, hasta el punto de que aquel pan, redondo en todos los sentidos, se me antoja ahora un símbolo circular de la solidaridad que todos nos debemos.
Creo que el buen oficio hace a la persona hasta tal punto que no deja que el oficiante caiga en vicios. Madrugar para prestar un servicio a los demás, amasar la harina en medio de esa atmósfera cercana al horno sintiendo su ductilidad por medio del tacto, darla su forma espacial, oler ese mundo de aromas penetrantes, y, finalmente, introducir la forma en el horno para que se dore la corteza en el punto justo, en su tiempo exacto de cocción, todo eso, digo, sólo puede ser beneficioso para el espíritu si es que el espíritu tiene alguna levadura invisible que lo hace crecer. De hecho, todos los panaderos que conozco son buenas personas.
Guillermo Bahillo era el panadero de Osorno, el primero al que pude conocer en carne y hueso. Era un hombre humilde y sencillo, callado pero sociable, uno de esos hombres normales que tenían, sin ostentarla y quizás sin saberlo, la sabiduría del vivir. Fuimos vecinos muchos años, pues la portonera de la panadería, -creo recordar de color verde-, se veía desde la terraza de mi casa, y alguna vez, incluso, sucedía que íbamos por allí a recoger algún lechazo. En las romerías de los pueblos se solía dejar asar el lechazo en las panaderías y entonces el aroma de la de Guillermo, allá por el día de la virgen de Ronte, cambiaba por un día el olor del pan por el de la carne lechal asada. El lechazo y el pan, valga la expresión, siempre se me ha antojado que hacen buenas migas, pero hoy hemos venido a hablar del pan.
El pan más sabroso es el candeal, el pan bregado, esa compacta hostia profana, por poner un símil, que se hace sagrada en los hornos de los pueblos y luego nos hace sentir que, con independencia de lo que comamos, es el pan lo más santo que ingerimos, lo que nos hace humanos. No en vano la palabra compañero, esa que nos vincula a la solidaridad, proviene de la acción de compartir el pan. Debido al origen norteño de mi padre, natural de Alar del Rey, también solíamos parar en Perazancas, y entonces nos llevábamos aquellas hogazas enormes, sin bregar, que duraban días y días. La panadería de Perazancas, cosa curiosa, también tenía la puerta verde y el único inconveniente de un pastor alemán que a mí me producía miedo. Recogíamos aquellas hogazas con satisfacción y proseguíamos nuestro camino.
Viviendo en esta inigualable provincia he conocido más panaderos. En Palencia capital, he de notar que el propietario de la panadería San Francisco también responde al perfil de panadero que he cultivado en mi imaginario desde niño. Cercano a mi despacho, le encuentro algún día por la calle Martínez de Azcoitia presentando su tranquilidad de hombre amable, su aposentada conciencia, ofreciéndose sin reparos como si él mismo fuera un buen pan recién salido del horno. Quizás no puede haber mucha diferencia entre el productor y el producto, pues, al fin y al cabo, el creador del que hablamos, el panadero, -sea quien sea-, hace las cosas a su imagen y semejanza y el pan nos sabe un poco al alma de quien lo fabrica.
Hace algunos años acudí por casualidad a la panadería Varas de Villamuriel, otro de los lugares adonde, desde entonces, suelo peregrinar en busca de un buen pan o de un buen pastel. Me encanta recorrer la antigua carretera comarcal que une Palencia con Villamuriel, respirar el aire de esos abetos iniciales que decoran los márgenes, observar los cerros, dejarme llevar por la rectitud, acariciar los campos con la mirada, contemplar los bellos chalets apostados junto a la carretera y, finalmente, meterme en el casco urbano paladeando su atmósfera pura de pueblo cercano. Allí encuentro a mis amigas las panaderas, un encanto por siempre sonrientes y conformes con la vida, con los ojos brillando de alegría. Cuando llego he de preguntar, como es preceptivo siempre que hay gente, quién es el último, y, en el interludio, miro y converso, paso el tiempo de espera socializándome con los otros, con los congéneres, con esos que también comparten el pan de cada día porque, ya lo he dicho, es una hostia que une.
Un buen día que los Antón me invitaron a comer en Vertavillo me encargaron que buscara al panadero de Cevico, el cual deambulaba por las calles con la furgoneta. Le busqué por las intrincadas calles de este inmenso pueblo palentino y le encontré. Me hice amigo entonces de Julián, le sorprendí vendiendo el pan por las calles, nómada, siguiendo la inercia del movimiento y la llamada de los vecinos asomados a las puertas. Es un tipo llano que te cuenta las cosas y que te sonríe, que le gusta vivir donde vive, es decir, en el pueblo. Ahora le veo alguna vez por Palencia con su furgoneta, y alguna vez me regala alguna torta sabrosa de esas que él hace o incluso me dice que la coja yo mismo, con confianza, de la propia furgoneta, lo cual es un lujo para el paladar y para la buena sociedad de quien, como quien escribe, se siente satisfecho haciendo amigos. En algunas tiendas de la capital pueden leerse letreros que indican que se vende pan de Cevico, pan de Julián, -me digo-, pan al que puedo unir la imagen de un hacedor, de un pequeño Dios para cosa tan sagrada.
Todo empezó hace muchos años cuando unos parientes asturianos me hicieron ver que el pan de Palencia era algo grande y cuando mi padre aparecía por casa sonriente y con un pan bajo el brazo.
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