La imprenta de El Heraldo de Zamora fue mi bautizo en la profesión. Ya no existía como periódico (cuya cabecera y hemeroteca adquirió El Norte de Castilla); solo sobrevivió al devenir de los tiempos su próspero negocio tipográfico local. Yo era un joven linotipista en ... 1981 que tenía los ojos abiertos y las nalgas apretadas. Acababa de estrenarme en ese oficio tras una tediosa formación. No es que esa máquina fuese plúmbea; todo lo contrario: se trataba de un portento del ingenio humano («la octava maravilla del mundo», llegó a bautizarla Edison); lo que le confería más dificultad era el aprendizaje del teclado, disruptivo frente al de la máquina de escribir. Debías manejarlo con soltura, habida cuenta de que trabajábamos con ingentes cantidades de textos legales que componíamos a destajo para la editorial Lex Nova. Esas páginas no eran precisamente amenas, y con 17 años, yo no mostraba interés por semejante contenido.
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Corría el mes de febrero de ese 1981 y, a los pocos días de haber comenzado a embarcarme en aquella aventura, irrumpió Tejero en el Congreso. Teníamos sintonizada la Cadena SER como desafiante hilo de ambiente. Al principio, no fui consciente de lo que significaba aquel griterío en la Cámara representativa, pero me ilustraron mis bregados compañeros. Algunos entraron en pánico; los más optimistas abrazaron la esperanza de que el temporal pasase pronto. Durante la intentona, una grey de fachas zamoranos había compuesto una lista de izquierdistas a quienes fusilar si el asalto se sustanciaba en una regresión. Demetrio Madrid y una retahíla de peligrosos pensadores de la otra orilla encabezaban esa lista; nada que ver con cómo hoy en día encabezan otras. La intentona ultra sembró en mí una incipiente conciencia política, que no dejó de acrecentarse.
El negrero me despidió por reclamar mis derechos, pero me contrataron en el diario El Correo de Zamora, con la misma tarea. Formaba parte de la Cadena de Medios de Comunicación Social del Estado. Y fue en aquel diario en donde me enamoré del oficio, y no solo del de linotipista. Éramos un grupo de exquisitos, una casta que creía (con cierto aire de superioridad, la verdad) que hacía brillar a los periodistas corrigiendo sus textos. Ejercí una profesión que dejó en mí una huella indeleble. La cabecera zamorana fue privatizada por el gobierno de Felipe González y continué en ella hasta su absorción por un grupo catalán. Durante mi estancia allí, viví una transformación tecnológica brutal: del siglo XIX al XXI, saltándonos el XX. La adquisición de los Macintosh de Apple supuso un golpe para los talleres de los diarios, quizá con menos virulencia en el empleo que la experimentada por los cajistas cuando penetró la linotipia de Mergenthaler en 1886. Ese siglo convulso fue la era dorada de la expansión del periodismo. El Norte, que hoy cumple 170 años de compromiso, las incorporó en 1920. (Me cuenta mi colega 'linotipejo' Paco Peláez que tenían nueve, trabajando a turnos doblados). Pasó de imprimir ocho páginas (lo habitual en el sector) a las que usted puede consultar en la hemeroteca del diario decano de la prensa española, que celebrará otros aniversarios. Habrá menos ruido en la Redacción, pero no fuera de ella.
Mi viejo oficio me acompañará. Las páginas metálicas que alumbraban aquellos viejos cacharros eran de una belleza deslumbrante, que no se reeditará nunca más. Tengo frente a mi escritorio un póster de un Albert Einstein distraído, sentado ante el teclado de una linotipia en el 'Jewish Daily Bulletin', un periódico judío neoyorquino. Me sirve de inspiración.
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