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Cuando se le pregunta a alguien versado en astrofísica qué ocurriría si el sol desapareciese de pronto, además del cataclismo asociado a semejante escenario que muestra su respuesta, nos sobrecoge el sorprendente hecho físico de que durante unos cuantos minutos la vida en nuestro planeta continuaría exactamente igual, hasta que fuésemos alcanzados por la onda de fría ausencia surgida tras el acontecimiento; una onda tan veloz como la luz, a pesar de su pavorosa oscuridad.
Solo entonces seríamos capaces de advertir la desaparición estelar en la bóveda celeste; solo entonces, pasados holgadamente los ocho minutos desde el instante del abandono fabuloso, llegarían a nosotros los efectos inmediatos del corte en el suministro de calor que rocía la superficie y aquellos otros asociados a todas esas ataduras gravitatorias que ordenan las inercias del mundo y nos permiten habitarlo.
Dicho de otro modo: aunque el sol desapareciera en este instante, usted aún dispondría de tiempo suficiente para apurar su café con sorbos despaciosos mientras lee este artículo en la edición especial de El Norte de Castilla antes de tener noticia del suceso. Una discontinuidad entre causas y consecuencias que bien pudiera invitarnos a poner en solfa la realidad que advertimos y sentimos. Como si estuviera en suspenso; como si a las certezas de nuestro presente solo les pudiera llegar la confirmación pasados esos protocolarios ocho minutos de trámite.
Reconocernos habitantes de un presente que en realidad desconocemos nos confina en uno de los compases mudos del pentagrama, sumidos en la inopia, ajenos al resto de la partitura, donde otros instrumentos interpretan sus melodías. Y nos inquieta ese tránsito azaroso entre lo que ocurre ahora y el lapso de tiempo real que necesitamos para enterarnos de ello porque somos criaturas carentes de información, aunque necesitadas de ella. Y hemos caminado, cabalgado, navegado y volado para llevarla de un lado a otro de forma interesada y solidaria, desde el origen de los hechos, allá donde se encuentren, hasta el último rincón en que pudiera hallarse el interés por conocerlos.
Tomo en consideración ahora la importancia de este afán porque la vida larga y benefactora de nuestro querido diario, decano de la prensa española y uno de los más longevos del mundo, es prueba honesta de esta empresa atávica y monumental. Aquí, en Valladolid, en uno de los infinitos ombligos que tiene el mundo. Y asoma entre los moldes de su cabecera gótica la huella de cuantas generaciones lo han confeccionado a lo largo de sus ciento setenta años de existencia diaria mientras respondían y respondemos a ese mismo empeño en propagar la luz surgida de cuantos soles aparecen en nuestro entorno y la sombra de todos aquellos que sucumben de pronto.
Formar parte privilegiada de este prodigio —como lector desde que me enseñaron a leer y como dibujante y columnista desde 1995— ha condicionado mi vida y la de los míos. Ha determinado la necesidad de estar a su altura y al elevado nivel de sus lectores; ha decidido el modo de observar la realidad para contribuir con miradas distintas que puedan completar una visión de conjunto, como han hecho tantos antes que yo.
En mi hogar, la presencia de El Norte es tan luminosa y calorífica como la de ese sol del que nada sabemos durante el instante en que estas palabras se pasean por su mirada, amigo lector, compañero de diario. Siento que hablo de El Norte de Castilla como si marcara también el curso de los días, igualmente imprescindible para saber que el mundo sigue ahí.
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