En absoluto se podría decir que aquel año de 1854 fue un año tranquilo. Para ser más exactos, el siglo XIX en su conjunto no fue tranquilo en ningún momento, especialmente en lo que se refiere a nuestro país. Se contraponía continuamente lo viejo y lo nuevo; no habíamos acogido en tiempo y forma las propuestas de la Revolución francesa, ni habíamos deslindado lo civil de lo militar, ni habíamos superado los tics de las monarquías absolutas, ni tantas otras cosas que luego nos han traído a mal traer. Creo que fue Ángel González quien lamentó que la historia de España se pareciera mucho a las morcillas: «ambas se hacen con sangre y repiten». Quizá exageró un poco, pero algo de razón no le faltaba.
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Reinaba por entonces Isabel II y, viendo que el ambiente estaba enrarecido, llamó a poner orden al General Espartero, con fama de liberal. Se abrió así el conocido como Bienio Liberal, y estaba muy bien definido, porque duró exactamente dos años. Hubo incluso episodios de hambruna por falta de alimentos y se desataron algunos de esos llamados «motines de subsistencia», que trataban de impedir que las cosechas de trigo se vendieran fuera de Castilla aprovechando el alza de los precios. Se intentó también una reforma constitucional, llegó a estar elaborada una Constitución más avanzada en 1856, pero no llegó a entrar en vigor. Quedó neutralizada cuando otro militar, el General O'Donnell, tomó el mando y, tras sofocar la reacción, repuso la Constitución anterior, la de 1845, de corte netamente conservador. Y así siguió el péndulo, hasta un nuevo intento liberal, la Revolución Gloriosa de 1868, y otra vuelta atrás, y la I República, y la Restauración, y la II República, y la Guerra Civil, y la larga Dictadura del General Franco, y la transición a la democracia, con una Monarquía parlamentaria, que viene siendo ya el periodo más prolongado de estabilidad institucional, que es el actual.
Seguramente quedan muy pocos testigos vivos de entonces a ahora. Personas físicas, ninguna, obviamente; instituciones, entidades, sociedades, muy pocas. Pero hay un testigo, con buena memoria además, que puede dar fe de todo lo que pasó desde entonces, en este tiempo que va desde la mitad del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XXI. Es este medio de comunicación que usted tiene en sus manos, El Norte de Castilla. La criatura vino al mundo en aquel año convulso de 1854, ya que tomó la herencia de sus dos progenitores (El Avisador y El Correo de Castilla), y ha aguantado estoicamente hasta este año de 2024 en que cumple 170 años, manteniendo siempre dos características bien definidas; de un lado, la capacidad de adaptación a los cambios en la técnica y en el formato, desde la linotipia a la edición digital, desde aquel periódico sábana de letra minúscula, que yo todavía conocí en mis años de estudiante, al modelo manejable y coloreado de la era moderna; de otro lado, la fidelidad a un estilo reconocible, hecho de atención a la cercanía, de apertura a la pluralidad y de vocación de independencia, por muchos que hayan sido los condicionamientos, los altibajos y las turbulencias que tuvieron que superarse a lo largo de una existencia tan prolongada, así como los cambios empresariales que fueron demandando las circunstancias económicas, sociales y culturales.
He ahí, pues, un diario, todavía en papel y ya digital, convertido casi en una institución. Yo he oído a gente pedir en el quiosco el «periódico», cuando lo que pedía exactamente era «El Norte». Algo ha pasado cuando el específico se toma por genérico. 170 años de arraigo, nada menos. Así que es un lujo tener cerca esa compañía y, para mí, un honor llenar de vez en cuando alguna de sus páginas. ¡Salud y a seguir tirando!
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