Era octubre, que era octubre. Perdida la cuenta de los años, los domingos son domingos, y así he establecido mi vida: con la columna. Yo llegué a este templo de las letras con la melena y las ilusiones de un joven: pasaron los libros, se perdieron esperanzas, pero la ilusión de verme impreso en domingo no varió. Ni variará. Llegó el niño a un paraíso del saber, del contar: corría otoño, un otoño de los de antes, y cuando quien esto escribe se supo bajo en el papel hondo y crujiente, y ya todo fue cumpliéndose. Hasta con mi perro de porcelana.
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Ese niño, el jovencito que fui, el que les escribe, conoció nuestra escritura en los pausados dictados infantiles de la madre. Le dio por preguntar quién era Miguel Delibes, quién el Nini, qué era un teso y por qué el santoral traía lluvias, heladas negras y nevadas en las que todo se hacía silencio. Eso lo fue aprendiendo en la tarde familiar mientras se le caían los dientes de leche y fue, en un largo viaje, a un trámite en la Meseta, cuando el 'stendhelazo'. Sería cuando el padre le contaba que, aun siendo de la casi portuguesa Aldeadávila de la Ribera, Castilla le corría por la sangre en el apellido y en el origen de los orígenes. Así fue creciendo a la orilla del mar, donde el cielo está más alto que en Villanubla y donde las amapolas florecen, si florecen, 40 kilómetros más adentro. En Selectividad, en las largas noches de estudio y miedo en la Málaga con jazmines de Manolo Alcántara, un nombre del manual de Lázaro Carreter se le quedó fijado, aunque ya lo sabía como sabía los metros del Teide o los versos del 'Tenorio': 'El Norte de Castilla', y ya llegó el amor.
Yo fui y soy intruso porque la Biología nos nace donde quiere, aunque Castilla es grande y a mis primeros vecinos, de ayer, castellanos de latitud baja, les dió una Gramática y una forma de ver el mundo que es la más universal: Colón era consciente, Rodrigo de Triana, también. Por eso yo entiendo Castilla, y este periódico, uno de sus hijos dilectos, como una carabela, como un Nebrija diario ante una realidad que traspasa las divisiones de Javier de Burgos; un heraldo que une mares y es la madre de España, cuando no el pañuelo de lágrimas. Viene todo esto a que el destino, por una vez, acertó y me cuadró en estas páginas. Corría octubre, que era octubre. Se dio el acontecimiento, lógico y para mí milagroso, de que la Cultura fuera diaria, que un periódico fuera Cultura, que la hiciera y la que la contara, y eso fue 'El Norte de Castilla'. Huérfano de padre, encontré en Carlos Aganzo y en Chema Cillero una familia de amistad y letras. Quien vive en papel solo puede entenderse con quienes lidian con papel, por eso ellos, bajo esta cabecera, me han visto crecer con mis cercanías y mis lejanías, con los baños epifánicos en las Moreras y las subidas en una bicicleta barata a los picachos más altos de Ávila. Donde volveré y se lo prometo a Ángel Ortiz.
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