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El coche de línea, puntual, paraba cada tarde en la Plaza de Doña Justa Francos, en la esquina de la casa de Nicolasa. Y a esa hora allí estaba siempre el señor José Rueda. Vítor, el cobrador del coche de línea, se bajaba y le entregaba el ejemplar del día de El Norte de Castilla. Acababa de empezar el ritual que todos los días, invariablemente, el señor José Rueda oficiaba con el periódico, un ejemplar de papel de un tamaño descomunal, de aquellos que se llamaban 'de crucificado' porque las hojas eran tan grandes que tenerlo extendido obligaba a estirar los brazos casi al máximo. Como el señor José Rueda, que se encargaba de la oficina local de la Caja de Ahorros Provincial y de la secretaría de la Hermandad de Labradores, vivía al lado de la tienda de Pepe, a su nieto le tocaba algunos días ir a por El Norte al coche de línea. La década de los 60 del pasado siglo tocaba a su fin y a Villavicencio de los Caballeros, en el mismísimo corazón de Tierra de Campos, llegaba El Norte sobre ruedas a última hora de cada tarde.
Fue muchos años después, cuando aquel pequeño adquirió conciencia de que ese encargo de ir a por El Norte era un privilegio. Nada hay más mágico y fascinante que enfrentarse a un periódico doblado y abrirlo. Se accede a un mundo, el de la información, tan especial como fascinante, tan atrayente como cautivador.
Pocos después, fue Dionisio, el cartero, el encargado de repartir El Norte por las casas a los suscriptores. Lo hacía a media mañana. Pero el rito permanecía: dos golpes de llamador a la puerta de casa, '¡Carteeerooo!', y entraba en aquel hogar el ejemplar del diario decano de la prensa en España. Se habían ganado unas horas y, así, antes de comer el señor José Rueda ya había leído noticias y análisis.
No muchos años después, la tienda de Pepe empezó a ser el punto de venta del diario, y continuó siéndolo con su hija Soledad al frente del colmado. A primera hora de la mañana, los días laborables, y antes del amanecer los sábados, domingos y fiestas de guardar, ya estaba en el pueblo El Norte. Se seguía ganando tiempo para leerlo. Cada vez antes, pero el rito permanecía: llegar al punto de venta, comprar el ejemplar (o recogerlo si se era suscriptor), regresar a casa y leerlo.
Acababa el siglo XX y empezaba a escucharse que algo que habían bautizado como Internet permitía que el periódico se leyese en otro soporte distinto al papel. En unos aparatos (ordenadores), con unos códigos se accedía a una página web en la que, con la cabecera gótica de toda la vida, se leía el periódico como si se estuviera ante la mismísima tele. Pero el rito permanecía: en lugar de en papel, el lector se ponía ante una pantalla de ordenador y, una a una, iba bajando sobre esa pantalla el cursor con el 'ratón', noticia a noticia, y se detenía en la que le interesaba, 'pinchaba' y accedía a conocer lo que decía.
Para leer el periódico, el siglo XXI propició que el lector, si quería, dejase de tocar con los dedos el papel (¡y de mancharse con la tinta!, que pasó muchas veces) para dar paso a una pantalla que, con los años y el desarrollo de las eternamente bautizadas como nuevas tecnologías, fue cada vez más pequeña, hasta caber en el bolsillo. Del ordenador, el periódico pudo empezar a poder leerse en el teléfono móvil y hoy, a punto de concluir el primer cuarto del siglo XXI, lo más natural del mundo es llevar el periódico en el bolsillo. Y el ritual permanece, porque no hay nada más mágico y fascinante que enfrentarse a un periódico: Se accede a un mundo, el de la información, tan especial como fascinante, tan atrayente como cautivador.
Hoy el coche de línea ya no llega a diario a aquel pequeño pueblo terracampino, pero de haber vivido, el señor José Rueda habría tenido el privilegio de tener su El Norte de Castilla en el teléfono móvil. Los años pasan –¡170 ya!–, pero El Norte siempre ha sabido qué hacer para permanecer.
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