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IVÁN SAN MARTÍN
Saga familiar
Opinión

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«Yo me enamoré del periódico durante la infancia, aprovechando los momentos de enfermedad, que no eran pocos»

Fernando Colina

Valladolid

Sábado, 2 de noviembre 2024, 08:46

Yo me enamoré del periódico durante la infancia, aprovechando los momentos de enfermedad, que no eran pocos. Recuerdo la ilusión con que lo esperaba a la hora del desayuno en la cama. Era una sábana de papel casi tan grande como yo, de letra muy pequeña y decenas de noticias en cada página, que salvo las de deportes y cine no comprendía, pero que leía con ciega curiosidad. Me vienen a la memoria especialmente los pequeños anuncios, de pegamento, jabón o matarratas, que servían en aquella época para cuadrar la página. Pero, sobre todo, me encantaba el olor. Aquel olor agrio a tinta y papel que resultaba inseparable de las galletas y el café, y que rememoraba cuando mi padre me llevaba a ver la rotativa y a pedirles a los linotipistas que me hicieran una ceja de plomo –matrices, creo que se llamaban– con mi nombre en el lomo.

Porque mi padre trabajó toda su vida en el Norte de Castilla. Como también lo hicieron mi abuelo paterno y mi madre en periodos cortos de tiempo. Esto explica mi nostalgia cuando paso por delante del antiguo edificio de la calle Duque de la Victoria, donde tantas veces le visitaba. Igualmente, me permite comprender que cuando María Eugenia Marcos me propuso escribir un artículo semanal, allá por febrero de 2005, dijera frívolamente que sí, como quien da las gracias a su padre por la propina y el respetuoso silencio con que nos educaba.

Iluso de mí, pienso ahora, veinte años después, porque me hice el sueco ante la prueba de que ni conozco bien la gramática ni domino el arte de escribir. A lo sumo he mejorado con el tiempo mi capacidad para corregir. Así que, pasada la ilusión inicial, me encontré preso en un calvario inesperado, devuelto repetidamente ante la rampa empinada de tener algo preparado semana tras semana. Y, lo que era más desalentador, sin valor para dimitir.

Como digo, no soy escritor. Soy médico, con escasos conocimientos de medicina, pues nunca la ejercí. Ante todo, soy loquero. Eso sí que lo soy. A tiempo completo. He pasado gran parte de mi vida al lado de los locos. Y ellos del mío. Haciéndonos compañía. Gracias a su presencia he podido tirar de temas y perfilar los argumentos que he venido amañando en los artículos. Porque yo no sé desenvolverme bien entre los asuntos habituales de un columnista. Discurro incómodo sobre política, filosofía o sociología, aunque a veces razone muy en abstracto, con cadencia metafísica. No sabría, y me aburriría. Pero, ¡amigos!, tenía al lado a los mejores guionistas, tenía junto a mí a la locura. Junto a mí digo, y, según los fui conociendo, también dentro de mí, debo añadir.

Con la locura al lado aprendes a dar sentido a todo y a espabilar en compañía de ocurrencias fecundas y descabelladas, propias de gente talentuda. Junto a esos maestros del silencio y el monólogo, víctimas de desamparo y cariño menguado, tratas de imitar su habilidad para apretar las tuercas a la razón hasta que pierde el hilo de las ideas y descarrila. Confías en que luego podrás enderezarlas y atarlas de nuevo por escrito a la columna, como un eccehomo de pacotilla. Si lo consigues, verás que las ideas vuelven refrescadas y dispuestas en un orden distinto que te agrada y estimula.

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