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Mi padre compraba todos los días La Vanguardia. Llegaba a casa con el periódico debajo del brazo, se sentaba en el sillón del comedor y lo leía desde la primera hasta la última línea. Cuando acababa, lo leía yo también. Empezaba siempre por los deportes: por el final. Entonces me gustaban los deportes; hoy me parecen un engaño, una tontada. Pero la costumbre de abrir los diarios por las páginas deportivas ha pervivido, extrañamente, hasta hoy. Después de que ambos lo hubiéramos fatigado, La Vanguardia se quedaba en el comedor como una cama deshecha, lanzando reflejos satinados cuando el sol que entraba por el balcón golpeaba los huecograbados. Hay algo tranquilizador en que haya periódico todos los días. En la repetición de los gestos, en la continuidad del mundo. La Vanguardia se viene publicando desde el 1 de febrero de 1881. No es el periódico más antiguo de España. Ni siquiera el más antiguo de Barcelona. Ese honor corresponde al Diario de Barcelona, que se publicó, sin interrupción, desde 1792 hasta 1980. Luego resucitó y volvió a morir varias veces, hasta que en 1994 se diluyó definitivamente en el océano digital. Durante algún tiempo, viví en lo más espeso del Ensanche barcelonés, cerca de los talleres en los que el Diario se había impreso en aquellos últimos años agónicos. El orgullo que como barcelonés podía sentir por aquel ejemplo de periodismo duradero desapareció la primera noche en que me di cuenta de que el ruido insidioso y las diabólicas vibraciones que me impedían dormir provenían de la imprenta que ocupaba los sótanos del edificio vecino, que daban a nuestro mismo patio. Los trabajadores que habían trabajado para el Diario lo hacían ahora para una cooperativa que habían constituido ellos mismos. Los últimos coletazos de aquella admirable publicación que había informado de los sucesos del mundo a mis conciudadanos desde el siglo XVIII, me estaban amargando la vida, y lo siguieron haciendo muchos meses. Cuando fui a hablar con los exobreros del noble periódico, me informaron de que habían insonorizado los talleres, pero que no tenían medios para hacerlo mejor, y me enseñaron la imprenta causante de mi sufrimiento. Era un monstruo descomunal, cuyo cuerpo metálico, virolado de clavos, trepidaba, sacudido por una multitud de mecanismos indescifrables. En las muchas noches de insomnio que aquella bestia mecánica me dispensó, maldije a la prensa, y a los periódicos más antiguos de Europa, y a las crisis económicas, y a las ordenanzas municipales que permitían que actividades industriales como aquella se realizasen en uno de los barrios más densamente poblados del continente.
Pero la longevidad de los periódicos es, como todo, relativa. Es mucho, sin duda, que, por ejemplo, La Gazetta di Montova se fundara en 1664 y se siga publicando hoy, y no lo es menos que El Norte de Castilla continúe asomándose a la realidad desde 1854 (siempre me ha llamado la atención que, siendo la fusión de otros dos diarios, El Avisador y El Correo de Castilla, no se llamara El Avisador de Castilla), pero todo hay que ponerlo en relación con sus circunstancias. Quizá un periódico que se haya publicado durante siglos, fruto del trabajo de una empresa, no ha durado tanto, por el esfuerzo que ha requerido, como otro que solo haya existido unos años, pero hecho por una sola persona. Así sucedió con Die Fackel, 'La Antorcha', fundado y dirigido por Karl Kraus, el feroz satírico austríaco, que se publicó en Viena entre 1899 y 1936, pero en el que, entre 1911 y el año de su cierre, no escribió ni participó nadie más que el propio Kraus. Un solo hombre se responsabilizó de crear, componer y publicar, durante un cuarto de siglo, el diario. A mí me parece una eternidad.
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