Era el verano de 1974 y la cita era cada tarde a las siete. A esa hora empezaba a poblarse la vieja redacción del periódico en la calle Duque de la Victoria. Los redactores llegaban morosamente para empezar a hacer el periódico del día siguiente sin prisas ni urgencias de ningún tipo. Entre ellos, también se acercaba allí un chaval de 16 años que acababa de aprobar el bachillerato superior, iba a cursar COU y después anhelaba ser periodista. Era yo, con toda la ilusión del mundo y la fascinación de sentir el penetrante olor del papel y la tinta que emanaba de la rotativa situada en el piso inferior de la sala de noticias.
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En torno a las diez de la noche, aquella congregación de almas se marchaba a sus respectivas casas a cenar y después retornaban para enfilar una recta final de rutinas precisas que desembocaba en el cierre de la edición a eso de las cuatro de la madrugada. Era un periodismo noctívago, insomne y moderadamente canalla, en el que se aprendía por ósmosis y observación directa de los veteranos curtidos en el oficio. Un ecosistema particular y deslumbrante que uno asumía con los ojos plenos de asombro por asistir al milagro cotidiano de confeccionar una edición diaria con la actualidad ordenada y jerarquizada. No podía imaginar nada mejor que pertenecer, siquiera fuera como aprendiz, a ese mundo mágico pleno de sorpresas en el que oficiaba como director Fernando Altés Bustelo, con la presencia cotidiana de José Jiménez Lozano y alguna visita esporádica de Miguel Delibes. ¿Cabe una escuela periodística mejor?
Nada más llegar, me asignaron la tarea de recortar los teletipos de una nueva agencia de nombre Sapisa, más tarde Colpisa, que acababa de poner en marcha Manu Leguineche con una red de periódicos como «La Vanguardia» y «El Norte de Castilla». Tras explicarme, mucho mejor que más adelante en la Facultad, lo que era un corondel, un ladillo y un sumario, me proporcionaron unas tijeras enormes, como para destazar reses, y un bote familiar de goma arábiga. Mi misión en aquel combo era recortar los teletipos, pegarlos en cuartillas en formato apaisado, corregir las mayúsculas y los errores de transmisión y, sobre todo, poner los títulos de las crónicas e informaciones. Aún recuerdo que, por la mañana, acudía febrilmente al kiosco para descubrir cómo aquellos encabezamientos que yo había escrito aparecían en el papel tras pasar por talleres. Me parecía que todo Valladolid se fijaba en aquellos titulares y me sentía el amo del mundo, como Leonardo DiCaprio en «Titanic».
Más tarde, ya instalado en Madrid, y sabedores de mi impenitente afición musical, me pidieron que enviara crónicas de los conciertos que por aquel entonces se celebrarán en la capital. Tras asistir a las actuaciones de Santana, Leonard Cohen, King Crimson o Jethro Tull, armaba la crítica en una máquina de escribir portátil y la enviaba al periódico por correo, igual a como mandaba Josep Pla sus colaboraciones para «Destino». Nuevamente, el periodismo hacia su magia y allí aparecía mi firma, al sábado siguiente, que yo descubría en un kiosco de la Plaza de Cibeles donde se vendía «El Norte». No creo que nadie fuera más feliz en aquellos instantes semanales y luminosos.
La actividad periodística me fue conduciendo a otros territorios, los de la radio y la televisión, hasta que un día, hace ya ocho años, surgió la oportunidad de escribir cada semana en estas páginas. Guárdenme el secreto: de todo lo que hecho como profesional de la información, colaborar en el periódico de mi ciudad, en el que prácticamente aprendí a leer y en el que después supe que quería ser periodista, es lo más gratificante que he hecho en mi carrera. Sin duda.
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