Los ochenta estaban bordados con mañanas frías, más que las actuales, y olores que compartimentaban la memoria cercana de un chaval de corta edad como yo. Me refiero a las de los fines de semana. No es que el resto de días no madrugara, pero los sábados, y algún domingo tontorrón, acompañaba a mi abuelo y mi tía en la rutinaria apertura de su tienda, una panadería con tintes de ultramarinos que levantaba la verja inevitablemente a las oscuras seis y media del amanecer.
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Aquel procedimiento tan poco novelesco despertaba en mí una emoción fabulosa. Cuando habían terminado de girar la llave en la puerta y se encendían las luces, vivía lo más parecido a un parque de atracciones para las sensaciones que podía manejar. Había varias cestas con pan recién hecho que contaminaban el establecimiento nutriendo sus esquinas de un aroma a casa, a verdad, a tradición indubitable. Justo al lado, otras cajas, más ligeras, contenían toda clase de bollería que mezclaba su esencia dulce con la de hogazas y barras. El movimiento empezaba colocando cada elemento en su estante o mostrador. Estos últimos tenían unos huecos para papeles o bolsas, de los que mis mayores sacaban unidades desde primera hora para atender a los trabajadores más tempraneros que acudían al trabajo. Volaban los riches, bocadillos, cruasanes (que se pedían como curasanes) y todo aquello que diera tregua a media jornada.
Poco después, con el género en su sitio, se encendía la radio muy bajita. Que apenas se percibiera como una suerte de banda sonora para la labor diaria. Y, luego, cuando el sueño comenzaba a vencer mi frágil resistencia, aparecía el hombre del kiosco. A pesar de que alguna vez traía una revista con gente famosa en portada, lo habitual era dejar encima de la repisa el periódico. Como si fuera un trueque entre fenicios, aquel caballero solicitaba un pan lechuguino y, quizá, una botella de leche Collantes, a la que seguía una suma y una resta llevándose unas monedas el que debiera algo al otro. Y ese era mi momento. Mi abuelo solía fisgar aquellas hojas, pero apenas le daba tiempo porque, al poco, entraba otro cliente. Yo, mientras, se lo sustraía y me sentaba en un taburete a echar un vistazo. Siempre me llamó la atención lo de El Norte. En clase me habían enseñado que el sur estaba abajo, y Valladolid no llegaba tan arriba como para llamarlo así. Y mucho menos de Castilla. Mi madre era de un pueblo de Palencia que estaba mucho más al norte que mi ciudad. Pero tanta discusión mental se apagaba por la ansiosa caza de las páginas de deporte. Las fotos ratificaban lo que los titulares gritaban hablando de gestas, victorias y, con mayor asiduidad, fracasos. Tras esto, mi búsqueda viajaba hacia la cartelera. Para que mi abuela me llevase al Babón o a Lope, las películas debían ser «toleradas», así que me detenía en estas y trataba de retener sus nombres para, después, insistirle a la pobre.
Mi periplo lector solía terminar con la tira cómica de Fred Basset. Algún día miraba el horóscopo. Dejé de hacerlo cuando entendí que acertaba menos que el peor alero del Fórum. A veces, sin querer, caía en una sección rotulada en su parte superior como 'Opinión'. No fueron muchas, mas traté de entender lo que los firmantes dejaban impreso en artículos sesudos y sin ningún dibujo. Por desconocimiento, falta de compresión o modorra, terminaba abandonando la tarea y quedándome dormido en aquellos cajones con olor a pan.
Nada me gustaría más que algún joven se adormeciera en un sitio similar mientras lee. Aunque sea mi columna y no entienda nada. Aunque sea buscando la viñeta de Fred Basset.
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