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Podría parecer anecdótico, pero aquella riña entre un alumno de la Academia de Caballería y un estudiante en mayo de 1899, supuestamente por cuestión de celos, significaba mucho más. Era la expresión de esa doble corriente generada en España tras el llamado Desastre del 98: una ola de antimilitarismo en parte de la sociedad española, especialmente entre los más jóvenes y politizados, y un desprecio creciente del Ejército hacia la clase política. Algo así, se decía, como un galopante y peligroso divorcio entre civiles y militares.
La primera noticia que dio El Norte de Castilla consistía en una riña entre jóvenes en la calle del Obispo (hoy Verbena), que terminó saldándose con un herido en la cabeza. No daba más detalles. Hasta el día 14. Entonces, el decano de la prensa destapó la realidad: «Ya no hay por qué ocultarlo», señalaba el redactor, que, acto seguido, dio los detalles ocultos de aquella pelea: el herido había sido un alumno de la Academia de Caballería que, por celos y amoríos, la emprendió a golpes contra un estudiante universitario. Los amigos de este reaccionaron, corrieron raudos a por el agresor y éste terminó en el suelo, magullado y herido también en su orgullo.
Pero aquel encontronazo fue solo el comienzo. A las doce y media de la mañana del 13 de mayo de 1899, la Acera de San Francisco se convirtió, de pronto, en escenario de una auténtica batalla campal. Estudiantes por un lado y cadetes de la Academia de Caballería enfrente. Para escándalo de los viandantes, ambos grupos la emprendieron a golpes. Las únicas armas que usaron, aparte de los puños, fueron bastones y alguna que otra fusta. A las cuatro y media de la tarde, un numeroso grupo de estudiantes se congregó en la plazuela de Santa María, armado de bastones y palos, y fueron en busca de sus contrincantes por las calles de Arribas, Cascajares, Cánovas del Castillo y Fuente Dorada. Ni siquiera el gobernador civil, Lorenzo Muñiz, con el que se toparon de improviso, pudo detenerlos.
Fue necesario recurrir a la fuerza pública. Dos parejas y un cabo de la Guardia Civil de Caballería se desplegaron por las inmediaciones de la Plaza de Zorrilla, otras dos parejas hicieron lo propio al final de la calle de Santiago y unos cuantos más se dirigieron por el Paseo de Zorrilla. También se recurrió a un escuadrón de Farnesio. Pero no pudieron sofocar el estruendo de golpes, que incluso afectó a algunos viandantes. Hubo señoritas que se desmayaron en plena calle, señala la crónica periodística, mientras otros vallisoletanos, que nada tenían que ver con la disputa, se veían obligados a refugiarse en los portales de las casas próximas. Las calles de Alfareros y Santa María fueron testigos de los momentos más graves. Militares y estudiantes comenzaron con provocaciones y bofetadas, luego vinieron los puñetazos y, finalmente, los espadines, sables, bastones, piedras y palos. Grupos de obreros se unieron a los estudiantes y recorrieron las calles gritando «¡viva el pueblo!, ¡abajo el ejército y los cadetes!».
Los tenderos y comerciantes tuvieron que cerrar sus establecimientos. La lucha se extendió por las calles de Santiago y de Santander. Jefes y oficiales se afanaron en aplacar a sus cadetes. Otro tanto hicieron los guardias civiles con los estudiantes. Los primeros lograron aislar a varios alumnos de la Academia en la calle de Santa María, mientras los agentes cercaban la entrada y la salida. La fuerza pública los fue rodeando, se llevaron a varios al cuartel de San Benito y consiguieron calmar poco a poco los ánimos. Fue necesario crear dos comisiones, una universitaria y otra militar, para buscar medios de interlocución. Hasta el día 16 no se escenificó el final del conflicto. En la primera lista de 14 heridos que se hizo pública, figuraba un niño de dos años y otro de once, los dos con heridas contusas en la cabeza.
El divorcio entre civiles y militares alarmó a la población. Algunos periodistas madrileños propusieron evacuar la Academia de Caballería arguyendo que los militares se habían convertido en un auténtico peligro para los paisanos de orden. Antonio Royo-Villanova, diputado por Valladolid e inminente director de El Norte de Castilla, tuvo que rechazar por escrito estas opiniones. En un artículo titulado «Militares y paisanos», publicado a mediados de mayo, defendió el honor de los integrantes del Ejército español y ensalzó la entereza, la hospitalidad y la prudencia de los vallisoletanos. La realidad, sin embargo, era mucho menos amable. La fisura abierta entre civiles y militares tras el Desastre del 98 parecía insalvable. Muchos militares siguieron lamentando la ruina del Ejército, los juicios negativos de la opinión pública y el proceder de unos gobernantes que, a su juicio, regían los destinos de la patria en contra de sus intereses y del bien general de la nación. La preocupación llegó a tales extremos, que el Ayuntamiento de Valladolid, a propuesta del concejal Miguel Marcos Lorenzo, aprobó de forma unánime enviar un telegrama al Gobierno de la nación exigiendo la destitución del gobernador civil, del capitán general y del jefe de la Academia de Caballería, por considerar que su actuación fue muy negligente.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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