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La estatua del Conde Ansúrez, con el Ayuntamiento al fondo, en 1920. ARCHIVO MUNICIPAL
Historias de nuestra historia

Migajas para el fundador de Valladolid

La importancia histórica del conde Pedro Ansúrez, responsable del engrandecimiento de la ciudad, se compadece mal con las raquíticas actuaciones para honrar su memoria

Enrique Berzal

Valladolid

Sábado, 30 de noviembre 2024, 08:44

Su papel fue crucial para la consolidación y crecimiento de esa pequeña aldea que en aquel momento, a finales del siglo XI, aún no podía compararse con las más pujantes de sus alrededores, en especial con Simancas y Cabezón. Para desdicha de Pedro Ansúrez, señor de Valladolid y tradicionalmente considerado como su fundador, su memoria no ha sido bien tratada en esta ciudad. Y eso que la vida y las obras de este personaje, coetáneo del Cid Campeador, no tardaron en convertirlo en una figura fascinante, envuelta a menudo en la leyenda. Encargado por el rey Alfonso VI de la repoblación de Valladolid, junto a su esposa doña Eylo engrandeció aquella pequeña aldea dotando con bienes a la Colegiata de Santa María la Mayor, fundando la iglesia de Santa María de la Antigua y construyendo su palacio, entre otras acciones.

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Pero la importancia histórica del conde se compadece mal con las escuálidas actuaciones llevadas a cabo para honrar su memoria en la ciudad. Por ejemplo, cuando en 1851 el Ayuntamiento puso su nombre a la calle conocida como Corral de la Copera, no tardaron en alzarse voces criticando la escasa entidad de la travesía. Más adelante, en 1918, el proyectado acto de homenaje por el octavo centenario de su fallecimiento, promovido por el Ateneo de Valladolid, no se celebró a pesar de las buenas intenciones del Consistorio. No solo eso, sino que los funerales anuales que se celebraban en su honor en la Catedral decayeron definitivamente a finales de los 60, sin olvidar la propuesta de los años 20 de construir un mausoleo junto a la colegiata de Santa María que dignificase su pobre sepulcro catedralicio, retomada en décadas sucesivas por el Ayuntamiento: también cayó en saco roto.

A lo más que se llegó fue a restaurar, a instancias de la Cátedra de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, y gracias a una subvención del Ayuntamiento, la estatua yacente que recubre el sarcófago. A raíz de esta reforma, en 1979 se procedió a abrir el arcón en el que, según la tradición, descansaban los restos del conde con objeto de ser estudiados. Se encontraron un cráneo en perfecto estado de conservación y algunos huesos, todo ello envuelto en un paño rojo, y dos documentos: uno dando fe del traslado del cuerpo desde la Colegiata de Santa María a la Catedral Metropolitana, y otro, de 1677, copia del primero para atestiguar su autenticidad. A todo lo dicho hay que sumar su supuesto Palacio Condal, convertido más tarde en Hospital de Esgueva, que se derribó en 1970, y el Cuartel del Arma de Caballería que llevaba su nombre, inaugurado en marzo de 1902 por el rey Alfonso XIII en la carretera de Madrid, que cerró sus puertas en el año 2000 y hoy está en ruina.

Más sorprendente fue lo ocurrido con la estatua que preside la Plaza Mayor, pues comenzó a proyectarse en la década de los 60 del siglo XIX pero no se inauguró hasta diciembre de 1903, y aún sin el pedestal, que se terminaría tres años después. Para prueba, el editorial indignado de El Norte de Castilla de 23 de mayo de 1862, que de esta forma lamentaba la ausencia de un monumento al impulsor de Valladolid: «El conde D. Pedro Ansúrez, a quien la ciudad debe el principio de su ser, el hombre infatigable por mejorar y engrandecer a Valladolid, yace en una capilla de la catedral cubierto con un puñado de yeso, recibiendo el polvo que la muchedumbre levanta con los pies: de rubor se tiñe el rostro al considerar que entre las muchas obras construidas y en proyecto, no se haya pensado nunca en sacar de entre escombros, porque escombros y nada más son los que cubren aquellos venerables restos, y colocarlos dignamente en un monumento, que dijera a los extranjeros de lo que es capaz en Castilla, un pueblo agradecido».

Cuatro años después ya se habla de un proyecto, obra de Nicolás Fernández de la Oliva, pero presupuestado solo en 6.000 reales. Aunque el escultor presentó diversos bocetos, nada se avanzó. La Gloriosa Revolución de 1868 abandonó la propuesta y colocó en su lugar, en plena Plaza Mayor, un Árbol de la Libertad y un monumento a la República Federal, que serían retirados con la Restauración de los Borbones. Pero nada se volvió a saber de la estatua al conde. Hasta que en 1900, Aurelio Rodríguez Carretero ofreció sus servicios al Ayuntamiento, que dio el plácet pero con escaso presupuesto disponible.

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Las circunstancias conspiraban contra la estatua: el Ministerio de la Guerra se negó a aportar el bronce necesario, por lo que tuvo que hacerlo el arquitecto, y el Consistorio tomó la decisión de que el pedestal fuera obra de Juan Agapito y Revilla, y no del mismo artista. Un nuevo retraso hizo que el monumento no pudiera ser inaugurado hasta el 31 de diciembre de 1903. Aunque asistieron muchos vallisoletanos, el acto quedó deslucido por varias circunstancias: el alcalde, Alfredo Queipo de Llano, no cursó invitaciones especiales debido al mal tiempo, al descorrer la cortina que cubría la estatua, la mitad se rasgó, el Ayuntamiento hizo coincidir el acto con la inauguración de un colector en la zona de las Moreras y, para colmo, horas antes, el gobierno de Maura anunció el cambio de alcalde en la persona de Pedro Vaquero Concellón.

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