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«Desde el 1° de Julio próximo quedará prohibido el tránsito de caballerías y carruajes por el Puente Mayor, a fin de dar mayor impulso a las obras que se están ejecutando y evitar que ocurran desgracias». La noticia, aparecida en El Norte de Castilla el 28 de junio de 1890, era el resultado de un largo proceso de reforma del puente más antiguo y emblemático de Valladolid, que durante mucho tiempo se conoció como «Puente de Piedra». A lo largo de su dilatada historia, el Puente Mayor fue objeto de numerosas intervenciones, algunas más catastróficas que otras.
Se sabe, por ejemplo, que en torno al siglo XV se duplicó su anchura y que en la centuria siguiente se derribó una torre, también que existió la llamada Puerta del Puente, que daba entrada a la ciudad desde el Barrio de la Victoria, y que fue demolida en el siglo XIX, así como una ermita en el lado contrario, llamada de San Roque. En el siglo XVIII, según aparece en el plano de Ventura Seco (1738), el puente contaba con una barandilla rematada con bolas.
La llegada de los franceses, a principios de la centuria siguiente, trajo graves consecuencias. Aquellos no solo derribaron la ermita de San Roque, sino que volaron un arco al marcharse de la ciudad, en junio de 1812. El otro lo demolieron las tropas de Wellington para asegurar la zona. Reparados provisionalmente con estructuras de madera, su reconstrucción en piedra fue realizada entre 1825 y 1829 por el cantero vizcaíno Juan Yrure.
Pero el tiempo pasaba y el creciente tráfico de carruajes y caballería obligaba a realizar nuevas obras de reparación y ensanche. El Ayuntamiento lo planteó ya en 1882, encargando el proyecto al ingeniero Mateo Benito, que hasta finales del año anterior había prestado sus servicios en la división hidrológica de la provincia. Como ha demostrado Ramón Crespo Delgado en un documentado estudio, el coste del proyecto ascendía a 198.579 pesetas, cantidad considerada excesiva por la Dirección General de Obras Públicas, que planteó por ello limitar los trabajos al simple recalce de los estribos y arcos extremos (los que se encontraban en peor estado) en vez de acometer su reconstrucción. «Benito calculó que dicha obra costaría 177.778 pesetas, un ahorro pequeño respecto a rehacer el puente», señala Crespo.
El expediente estuvo tres años paralizado hasta que en 1885, la Dirección General solicitó el estudio comparativo de la reparación, la reconstrucción o su sustitución por un nuevo puente de hierro en la misma ubicación. Los informes emitidos por los ingenieros responsables eran preocupantes: el Puente Mayor carecía de suficiente desagüe por el excesivo número y grosor de sus pilas y la limitada luz de sus arcos, su material era malo y su construcción era «grosera», pues presentaba numerosas grietas y desprendimientos. También consideraban inadecuado su ancho (de entre 6,60 y 9 metros), pues solo en el mes de septiembre de 1886 lo habían atravesado 1.282 vehículos, aparte del ramal que enlazaba el ferrocarril económico a Rioseco con la Estación del Norte.
Aunque en un primer momento se barajó la posibilidad de sustituir el Puente Mayor por uno de hierro «con pilares de sillería que solo aprovechasen los fundamentos del antiguo si bien reduciendo el número de pilas para obtener una mayor capacidad de desagüe», finalmente la Dirección General de Obras Públicas optó por ensancharlo con voladizos de hierro, rehacer cuatro de sus pilares y reconstruir el arco primero y décimo con dos bóvedas de medio punto de la mayor luz posible. El valor final de las obras (198.000 pesetas) no varió del presentado en su día por Mateo Benito. Los trabajos comenzaron en 1888 no sin problemas, pues hasta el mes de julio de 1890 no se paralizó por completo el paso de carruajes y caballerías, que entorpecían sobremanera a los obreros.
Como señala Casimiro González García-Valladolid, testigo de aquellas jornadas, «se hicieron nuevos los arcos primero y último y se retocaron todas las pilas para sentar convenientemente las vigas longitudinales de hierro, parte principal de la obra metálica, y para que pudieran colocarse con separación tal que, descontados los andenes para peatones, aún quedase una calzada de 9 metros 55 centímetros de anchura. Para la colocación de las viguetas trasversales que unen y arriostran las longitudinales, y con objeto de no interrumpir el tránsito de día, se trabajó de noche, lográndose que, no obstante estas operaciones y otras múltiples análogas a que dio lugar tan importante y complicada obra, sólo se interrumpiera totalmente el paso un mes, el de Agosto de 1890».
La eliminación de las pendientes y de las bolas del pretil, el incremento de la anchura y la configuración, por tanto, de un puente llano desvirtuaron por completo toda huella antigua de esta emblemática construcción, que hasta 1865, fecha de la construcción del Puente Colgante, había sido la única vía de entrada a la ciudad.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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