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Desde muy temprano (24 de agosto de 1856), El Norte de Castilla manifestó en su línea editorial la irrenunciable defensa de los «verdaderos intereses de Castilla». Ya fueran estos la protección del cereal o, como hizo aquel 24 de agosto de 1856, la concesión a la compañía Crédit Mobilier de la ansiada explotación de la línea férrea del Norte, hecho que consideraba una manifestación de patriotismo que redundaba en beneficio de toda la tierra castellana.
Devoto de un liberalismo templado que pasaba por defender la monarquía constitucional frente a la reacción carlista, la portada del 14 de julio de 1858 sorprende por su confección: un enorme poema dedicado a Isabel II con motivo de su vista a Valladolid. Pero como la degradación paulatina del reinado suponía también un riesgo evidente para el mantenimiento de un régimen de libertades, El Norte de Castilla no dudó en saludar con fervor la Gloriosa Revolución de 1868 y dedicarle un editorial, el 2 de octubre, llamando a los «castellanos» a comprometerse con esa «hora de la regeneración española». Y es que la palabra «regeneración», con todo su contenido, ya estaba de moda. Tanto, que cuando la I República se precipite asediada por tensiones internas, fantasías cantonalistas y amenazas del exterior, este periódico volverá a esgrimir la exigencia de regenerar el país, esta vez mediante la restauración pacífica de la Monarquía en la figura de Alfonso XII (3 de enero de 1875).
Las heridas de la patria encontraron cumplida respuesta en la línea editorial del decano de la prensa. Cuando Estados Unidos declare la guerra a España iniciando con ello la senda del mítico «Desastre del 98», este periódico no dudará en animar al combate creyendo, con suma ingenuidad, que íbamos a vencer (8 de abril de 1898). Con la lección aprendida, cuando en julio de 1921 sobrevenga otro «desastre», esta vez en Annual, El Norte de Castilla reaccionará aconsejando «serenidad ante las noticias de Marruecos» y reconociendo que la campaña militar, inicialmente controvertida, era ya una «necesidad nacional» (24 de julio de 1921). En todo caso, la libertad era algo irrenunciable. Por eso el golpe de Estado del general Primo de Rivera, en septiembre de 1923, fue interpretado como «Un momento crítico para España» que venía motivado por las pasiones de un general: «No es la pasión, sin duda, la mejor aliada para escalar las cimas del poder y gobernar después desde él recta y honradamente a un pueblo» (14 de septiembre de 1923).
Asediados ambos, el rotativo y su propietario, Santiago Alba, por las obsesiones del dictador, en el declinar del régimen El Norte apostará por «destruir equívocos» y restaurar la Constitución de 1876 (23 de julio de 1927). Pero era imposible. En su caída, Primo de Rivera arrastró consigo a su gran valedor, el rey Alfonso XIII, al que no le quedó más remedio que salir de España tras comprobar cómo las grandes capitales daban la victoria a los republicanos en las municipales del 12 de abril de 1931. Tan defraudado con el monarca como el que más, El Norte, dirigido por Francisco de Cossío, saludó la proclamación pacífica de la República abogando «Por la paz de España» y deseando la restauración del derecho y de la libertad (15 de abril de 1931). Fueron años convulsos que hicieron virar al periódico en contra de la coalición republicano-socialista y denunciar los excesos revolucionarios, tildando incluso de «traidores» a los artífices de los hechos de octubre de 1934 (10 de octubre de 1934). Ello no fue óbice para que, fiel a su trayectoria y a sus convicciones, defendiera «el triunfo limpio» de las izquierdas coaligadas en el Frente Popular en los últimos comicios de la República (18 de febrero de 1936).
El vigoroso antirrepublicanismo del director, Francisco de Cossío, y las amenazas que se cernían sobre un periódico de raigambre liberal ante un nuevo orden de inspiración fascista, explican la efusiva defensa de la sublevación militar que provocó la Guerra Civil: «Esta hora de rebeldía quiere ser la última hora de violencia que prepare a los españoles una vida de paz, de trabajo y de sentido nacional» (19 de julio de 1936). Aniquilada la libertad de prensa por la censura gubernamental, los editoriales de postguerra se limitaron a ensalzar la figura del Caudillo y cacarear los ideales del Régimen, bien alabando la «cruzada anticomunista» de la División Azul (5 de julio de 1941), bien azuzando las manifestaciones contra la ONU y las potencias democráticas en aras de un «testimonio de patriotismo» (10 de diciembre de 1946).
Pero la situación no era fácil de soportar para unos directivos que querían recuperar las señas de identidad del periódico. A principios de los 50, la «operación Delibes», consistente en marginar al director impuesto, el sacerdote falangista Gabriel Herrero, hasta sustituirlo por el afamado escritor, confluirá en editoriales cada vez más combativos contra un Régimen que, a juicio del periódico, perjudicaba al agro y a sus gentes, y no dejaba ejercer el periodismo en libertad. Valga como ejemplo aquel «Castilla tiene sed» que tan duramente criticaba el pretendido trasvase de las aguas del Esla a los ríos Yuso y Sella (24 de mayo de 1958), o el mismo editorial sobre la designación de Valladolid como Polo de Desarrollo, que El Norte de Castilla acogió con agrado siempre y cuando contribuyese a paliar las graves carencias del campo, insuficientemente financiado (19 de enero de 1964).
Más contundente fue la campaña contra la Ley Fraga de prensa por sustituir, sostenía el propio Delibes, la censura previa por la autocensura. «El delito de discrepar se paga caro», podía leerse en un editorial (3 de marzo de 1966) que utilizaba el caso de dos escritores soviéticos, condenados por expresar sus opiniones, para preguntarse, en plena dictadura franquista, «¿hasta cuándo va a estar perseguida en el mundo la libertad de opinión?». Eso por no hablar de la propuesta, expresada poco después, de hacer más representativas las instituciones del país para materializar una «ancha y progresiva democratización» (13 de mayo de 1966).
A partir de ese momento, los mensajes editoriales más comprometidos pivotarán sobre unas ideas-fuerza irrenunciables: libertad, democracia, moderación y confianza en la Corona para preservar la estabilidad social. Y todo ello sin descuidar el papel del periodismo como fiscalizador del poder y garante de un Estado democrático. Sobre esto último incidió, por ejemplo, en dos contundentes editoriales de 1974 que glosaban el «caso Nixon», poniendo a Estados Unidos, y a su prensa incisiva, como modelos de democracia: «En los regímenes dictatoriales se han venido remitiendo siempre al juicio de la historia o al del Más Allá los actos de sus élites dirigentes (…). En los sistemas democráticos, por el contrario, la elemental exigencia constitutiva de la democracia exige que la igualdad de derechos y responsabilidades de todos los ciudadanos esté asegurada por toda una serie de garantías legales muy concretas y que se ponen en movimiento con mayor potencia cuando se trata de los abusos de poder» (30 de julio de 1974).
La presión democrática de la línea editorial fue tan versátil que abarcaba temas variados, desde la valoración de la institución monárquica, cuya restauración o no, a juicio del periódico, debía decidir el pueblo (6 de mayo de 1966), hasta los acontecimientos internacionales más cercanos. La caída del salazarismo, por ejemplo, se saldaba con elogios a la voluntad de las Fuerzas Armadas portuguesas de instaurar un régimen democrático después de lo «que ha significado una dictadura tan prolongada» (27 de abril de 1974), mientras que el fin de la dictadura griega (28 de julio de 1974) era interpretado como un «síntoma más de un proceso de convencimiento universal a favor de la democracia tan vilipendiada por esos sistemas [dictadura]». No le faltó valor al decano para aconsejar indirectamente a Franco, con motivo de su enfermedad, que diera un paso al lado: «La opinión pública española se sentiría más amparada y segura si el hecho sucesorio se llevara a cabo en vida misma del Jefe del Estado» (16 de agosto de 1974).
Y es que El Norte de Castilla fue tan contundente en la denuncia de los excesos del Franquismo, como demuestra su editorial contra el cierre de la Universidad de Valladolid tras días de conflictividad estudiantil («existe (..) una desproporción evidente en la medida, y ésta resulta obviamente extemporánea», 9 de febrero de 1975), como en la defensa de los ideales reformistas que lideraron Adolfo Suárez y el rey Juan Carlos en los primeros momentos de la Transición.
En efecto, si ya en septiembre de 1974, aprovechando las tímidas declaraciones aperturistas de Arias Navarro, proponía avanzar hacia «un futuro de normalidad jurídica y política (…) que no nos diferencie en nada del resto de las naciones democráticas de la Europa no comunista con la plena garantía de los derechos que en las democracias están garantizados y el pleno juego político que en ellas discurre» (13 de septiembre de 1974), cuando sobrevenga la muerte de Franco cifrará en el monarca la garantía de emprender una «vida política normal y equiparada al desenvolvimiento democrático de los países occidentales», esto es, «una España alineada con las democracias europeas» (23 de noviembre de 1975).
Por eso el editorial redactado con motivo de la celebración del referéndum de la Ley para la Reforma Política, el 15 de diciembre de 1976, mostraba una identificación plena con el proyecto reformista: «Desde estas páginas hemos defendido la libertad y la moderación y hemos luchado contra el continuismo y contra el marxismo. Hemos defendido la instauración en España de un régimen democrático, en paz, con el menor coste social posible y por todo ello, aprobamos con el 'Sí' la Ley de Reforma Política, llave que abre a nuestra sociedad ese camino adaptado a nuestro tiempo y cierra una larga etapa de nuestra historia. (…) Un período de régimen personal y autoritario ha quedado clausurado y se abre un período de participación democrática. La soberanía le ha sido devuelta al pueblo y éste manifestará su voluntad en las próximas elecciones: en adelante, todo debería ocurrir, pues, como en una democracia más de tipo occidental y parlamentario» (15 y 18 de diciembre de 1976).
No nos puede sorprender, por tanto, que las primeras elecciones de la democracia, en junio de 1977, fuesen interpretadas como «una votación en masa de todo un pueblo con ansias de hablar tras cuarenta años de silencio, cuarenta años que ya casi se han convertido en un tópico» (16 de junio de 1977); o que el «sí» masivo de los españoles a la Constitución, el 6 de diciembre de 1978, fuese acogido con entusiasmo porque la Carta Magna, además de acercarnos a Europa, «otorga realmente al pueblo la calidad de ciudadano y le saca de la antigua condición de mero súbdito» (7 de diciembre de 1978).
De ahí el cierre de filas de toda la prensa, El Norte incluido, cuando la intentona golpista del 23-F. Además de confiar en don Juan Carlos la salvaguarda de la democracia («Con el Rey», 24 de febrero de 1981), tildó lo sucedido de espectáculo «deprimente» que, no obstante, chocó con unas «sólidas instituciones»: «Es este orden [constitucional] y es la democracia los que deben salir fortalecidos de esta prueba, y el camino a reemprender tras estos acontecimientos debe ser insoslayablemente el que el propio Rey enfatizó en su discurso: el de que, cualesquiera que sean las dificultades de todo tipo que nos encontremos en nuestro camino, la Constitución y el orden democrático decididos por el pueblo español deben ser servidos y cualquier apuesta de involución o sueño del pasado, conjurado desde ahora mismo no sólo por la normativa jurídica y su aplicación estricta, sino por la encarnación de una verdadera confianza en las instituciones y en una praxis auténticamente democrática».
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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