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«La ciudad se encontraba en estado de decadencia y atraso y amenazada -como todas las demás poblaciones de España- de las consecuencias de ese marasmo que las consume, cuando la nueva forma de gobierno representativo y el advenimiento de Isabel II al trono de las Españas vinieron como dos astros a alumbrar y a dar vida y calor al yerto cadáver de la patria. Desde entonces cambió por completo la forma de su existencia. De aquella fecha data su transformación».
El párrafo anterior, escrito por Blas López Morales en El Norte de Castilla, venía a expresar el henchido orgullo monárquico no ya del rotativo vallisoletano, sino también de la mayoría de vallisoletanos que aquel 23 de julio de 1858 vieron llegar a la reina Isabel II a la ciudad. Una visita que simbolizaba diversas circunstancias: en primer lugar, el deseo de la Corona de lanzarse a un baño de multitudes que legitimara popularmente su existencia y función, pero también la afirmación de Valladolid como centro neurálgico de Castilla, emporio industrial y comercial por antonomasia.
Llegaba la reina a una ciudad cuyo desarrollo económico inundaba de optimismo la atmósfera ciudadana: la pujanza del comercio harinero a través del Canal de Castilla se reforzaba con la llegada del ferrocarril, para alegría de instituciones financieras e industriales capitaneadas por la Sociedad de Crédito Mobiliario, encargada de explotar el negocio ferroviario. Una vez recibida en Olmedo, el 23 de julio de 1858, por el gobernador Clemente de Linares, la comitiva real se detuvo a descansar en la casa de campo de Mariano Lino Reinoso, uno de los hombres de negocios más influyentes del momento. Ya en la Estación del Norte, los reyes, la infanta Isabel y el Príncipe de Asturias fueron agasajados por la Sociedad de Crédito Mobiliario, que había levantado una tienda decorada a modo de bienvenida. «Un numeroso gentío esperaba en aquel sitio a la Regia comitiva para saludarla y vitorearla», señalaba El Norte de Castilla. Entre los asistentes sobresalían el alcalde de Valladolid, Antonio Florencio de Vildósola, y un representante de la Sociedad de Crédito Mobiliario, Ignacio Olea.
Esta misma Sociedad se había encargado de promover el imponente Arco de Triunfo levantado por el cuerpo de Ingenieros frente a la Academia de Caballería; lo atravesaron hasta llegar a la calle de Santiago y desembocar, previo paso por otro Arco, erigido esta vez por ebanistas y carpinteros, en la Plaza Mayor. Tras continuar por algunas calles céntricas (Fuente Dorada, Orates, León de la Catedral, etc.) llegaron a la Santa Iglesia Metropolitana, donde el arzobispo y el cabildo les agradecieron la visita con un Te Deum. Las aclamaciones acompañaron a los Reyes a su paso por las calles del Ochavo, Platerías, Cantarranas y Angustias, hasta llegar al Palacio Real: «El pueblo de Castilla, pues no puede decirse sólo el de Valladolid, continuó y siguió toda la carrera prorrumpiendo en aclamaciones y vitoreando a sus Reyes y Excelsa familia, y agolpándose en todos los puntos a saludarles con toda la nobleza de alma que distingue a este país».
En el Palacio les esperaban las autoridades municipales, que con una cena cerraron el primer día de la visita regia. En la calle, entretanto, no cesaba la fiesta: colgaduras en balcones y ventanas, iluminación de edificios y pasacalles de dulzainas y tamboriles animaban el evento. «Toda la ciudad estuvo ya en aquella noche con colgaduras en sus balcones y ventanas, e iluminado por todos puntos, distinguiéndose especialmente en la iluminación la fachada de la Casa Consistorial, la de la Iglesia de la Cruz, la del edificio que ocupa la Dirección del Canal, la de las Oficinas del Gobierno de Provincia, la de la entrada del antiguo vivero de Capuchinos, la del Banco, la de la Catedral, Universidad, la del Cuartel de San Benito, y otras que por todos puntos se veían con el mejor gusto, aunque en menor escala. En las horas de iluminaci6n, cuatro parejas de dulzainas, que durante el día recorrieron los barrios, se situaron en la Plaza Mayor, donde el pueblo concurrió a parodiar sus danzas agrestes».
Al día siguiente, tras la pertinente recepción a figuras notables de la ciudad, los reyes entonaron la Salve en el Santuario de la Patrona, la Virgen de San Lorenzo, y acudieron a la Plaza de Toros para recibir la ovación de 8.000 vallisoletanos reunidos para la ocasión, «en especial cuando S.M. la Reina, tomando en sus brazos al tierno Príncipe de Asturias, le presentó al pueblo». Asistieron a una impactante demostración gimnástica en el coso y luego, desde el balcón del Ayuntamiento, a un no menos fastuoso juego de fuegos artificiales. Este día y el siguiente se lidiaron novillos en la Plaza Mayor, para regocijo de los aficionados.
La simbiosis entre los poderes civil y eclesiástico se repitió el día 25, con recibimiento de representantes municipales y concurrida misa en la Catedral. La nota destacada la puso la Sociedad de Crédito Mobiliario mediante la colocación de la última piedra «que había de cerrar uno de los nueve arcos del centro del grandioso Puente construido sobre el Pisuerga, en la proximidad del pueblo de Cabezón».
No podía faltar el apunte caritativo: el día 26, la Reina, acompañada de las principales autoridades, visitó algunos de los centros de beneficencia más importantes y se acercó a instituciones religiosas dedicadas a tal menester; ella misma destinó cuantiosas sumas destinadas a los menesterosos, con lo que agrandaba su ya consolidada imagen de Reina benefactora, madre de los pobres y protectora de los desvalidos. La euforia monárquica duró hasta las siete de la tarde, hora de partida de la comitiva real.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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