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Acababa de inaugurarse el 'Lope de Vega' y ya numeroso público demandaba otro teatro para Valladolid. Y es que, además de considerarlo demasiado frío por estar ubicado en un margen del Pisuerga, a las clases burguesas les incomodaba el hecho de que estuviese alejado del centro de la ciudad. Incluso se quejaban de lo insuficiente de su cabida y demandaban del Ayuntamiento la construcción de un local más digno.
En la mente de los regidores planeaba una posibilidad, apuntada ya en 1856: el derribo del Palacio del Almirante, ubicado en la Plazuela Vieja, de grandes dimensiones y en estado ruinoso. Se trataba de un caserón de enormes dimensiones, de dos plantas, balcones, una portada lateral con un amplio y llamativo arco de entrada y dos torres en forma de martillo que flanqueaban su fachada. En el Palacio, que posiblemente se levantó en el siglo XV y fue ampliamente reformado en el XVII, nació el único hijo que tuvo Fernando el Católico con su segunda esposa, Germana de Foix, llamado Juan, que murió a los pocos meses. También fue el lugar de nacimiento del poeta y dramaturgo Leopoldo Cano.
A la altura de mediados del siglo XIX, el Palacio había dejado de ser propiedad del conde de Benavente. Su nuevo propietario, el duque de Osuna, Pedro Téllez Girón, no solo lo dejó caer en el abandono, sino que, «removido por consideraciones particulares», se opuso a que el Ayuntamiento lo adquiriese para levantar en su lugar un teatro nuevo. De ahí que los regidores barajasen otras opciones, como, por ejemplo, los terrenos del antiguo matadero, descartados finalmente en febrero de 1861.
La situación comenzó a cambiar cuando Mariano Téllez-Girón, sucesor de Pedro en el ducado de Osuna, transigió y decidió vender el edificio a Diego Morales «por 41.000 duros». Este se mostró favorable a los planes edilicios, lo que facilitó la creación de una Sociedad Anónima, Pérez Calderón y Compañía, encargada de la construcción del coliseo una vez adquirido el edificio por 55.000 duros. El proyecto se encargó a Jerónimo de la Gándara, catedrático de la Escuela Superior de Arquitectura y artífice también del 'Lope de Vega', y la ejecución corrió a cargo de Jerónimo Ortiz de Urbina, catedrático de la enseñanza de aparejadores y maestros de obras de la Academia de Valladolid. Pero antes fue preciso sortear la oposición del arzobispo, molesto por la cercanía del teatro respecto de la iglesia de las Angustias y del Rosarillo, y porque la parte accesoria se encontraba frente al Palacio Arzobispal, lo que, a su entender, podría ser motivo de molestias y algarabías.
El Ayuntamiento hizo caso omiso de tales objeciones, puesto que el teatro respetaría la separación exigida entre los templos y los edificios y, como bien señalaban los capitulares, era inconcebible aventurar desórdenes «en una reunión compuesta de lo más escogido de la población y presidida por una autoridad que puede disponer de la fuerza pública».
La sesión edilicia del 15 de junio de 1863, cuando ya llevaban catorce días las obras de derribo del Palacio, informó favorablemente del proyecto al Gobierno central. Las razones esgrimidas eran que la Sociedad formada contaba ya con más de 80 vecinos, por lo que existía un importante respaldo económico, y que el Lope de Vega, por sí solo y habida cuenta de las inconveniencias que presentaba, no cubría las necesidades de la población en este terreno.
«En 24 de junio de 1863 se presentó el presupuesto, que, sin decorado interior ni exterior, ascendía a la cantidad de 1.564.788,42 reales. Entre hacer la fachada del edificio de ladrillo o de piedra, existía una diferencia en el coste de cuatro a doce mil duros. En su vista se acordó construir la fachada de ladrillo», informaba este periódico. La Real Orden de aprobación está fechada el 7 de julio de ese mismo año. La construcción se llevó a cabo con rapidez, pues el 27 de septiembre de 1864 se verificó la inauguración oficial. Esta consistió en la representación de 'El alcalde de Zalamea', «un bailable por todo el cuerpo coreográfico, y el proverbio 'Huyendo del perejil'».
Según el decano de la prensa, «el aspecto que presentaba la sala del teatro era verdaderamente fascinador; al rico adorno de todas las localidades, se unía el encanto de nuestras lindísimas paisanas que lucían elegantes y costosos trajes y caprichosos prendidos. (…) A donde quiera que se dirigía la vista había algo que admirar, del edificio, o de la concurrencia, que era extraordinaria, ocupando no solo todas las localidades, sino las puertas, pasillos y cuantos sitios permitían ver algo de lo que sucedía en la escena».
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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