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Su muerte, repentina e inesperada, dejó consternados a los vallisoletanos, que ya entonces lo consideraban un alcalde ejemplar. Era noviembre de 1880. Miguel Íscar Juárez, el edil que reformó el Campo Grande y construyó los tres mercados más emblemáticos de la ciudad, falleció en Madrid a causa de un «derrame seroso». Su estela sigue viva no solo porque una calle lleva su nombre, sino porque, como ha escrito Juan Antonio Cano García, durante su mandato se llevaron a cabo grandes obras de engrandecimiento y mejora de la ciudad sin que sus sucesores pudieran presentar un balance similar.
Miguel Íscar nació en Matapozuelos el 8 de mayo de 1828. Su padre, Laureano Íscar, escribano de profesión, logró atesorar un modesto patrimonio rústico con pequeñas tierras, la mitad de dos casas y una bodega. Enviudó pronto de su primera mujer -y madre del alcalde-, Celedonia Juárez, y se casó otras dos veces. Miguel Íscar no cursó estudios universitarios, pero se dedicó muy pronto al mundo de los negocios. Algo tuvo que ver también su matrimonio, en 1855, con Dolores Quesada Mejón, natural de Santander y perteneciente a una familia de navieros. Al igual que su padre, enviudó pronto tras haber tenido un único hijo, Jacinto Íscar Quesada.
El futuro alcalde de Valladolid se forjó como un auténtico hombre de negocios. Heredó el oficio de su padre, que en 1845 había trasladado su escribanía desde Matapozuelos a Valladolid, se asoció con Francisco Miguel Perillán –fundador de El Norte de Castilla- y Antonio Guerrero en un negocio de fabricación y venta de materiales de construcción, fue apoderado del ex ministro de fomento Mariano Miguel de Reynoso, tuvo la representación local de la compañía madrileña de seguros 'La Urbana', participó en la Sociedad Constructora del Teatro Calderón y en las entidades crediticias Crédito Castellano y Unión Castellana, y dio sus primeros pasos políticos dentro de las filas del liberalismo conservador.
Candidato a la Diputación Provincial en 1871, su gran momento político llegó con las elecciones municipales de 1877. Fue entonces cuando, por iniciativa del citado Reynoso, se decidió montar una candidatura con personalidades sin más ideología que procurar el engrandecimiento de Valladolid. Se trataba de confiar la gestión municipal a elites económicas que fueran bien consideradas y tuvieran contactos provechosos. Pensaron en Miguel Íscar como candidato por el distrito de San Miguel, San Nicolás y La Victoria, aunque no residía allí y tendría que enfrentarse a una dura competencia: la del alcalde José de Gardoqui. La habilidad de aquel para atraerse la confianza de los republicanos le reportó una considerable ventaja frente a su oponente, siendo su candidatura la más votada.
Miguel Íscar tomo posesión como alcalde el 16 de marzo de 1877. Fue un gestor brillante -aunque sus reiteradas ausencias llegaron a generar polémica-, pues durante su mandato, que se extendió hasta el 11 de agosto de 1880, se acometieron numerosas iniciativas, algunas de enorme relevancia para el futuro inmediato de la ciudad. Destacan así la canalización del ramal del Esgueva que discurría por las calles de Doctrinos y del Rastro –renombrada como de «Miguel Iscar»-, la construcción de tres mercados fijos en las plazas del Val, Campillo y Portugalete, y la reforma del Campo Grande para convertirlo en un espacio de recreo conforme a los criterios urbanísticos de la época. Otros proyectos los concibió a medio y largo plazo: algunos se culminaron tras su muerte, como la construcción de una nueva Casa Consistorial, o bien nunca llegaron a convertirse en realidad, como la idea de establecer un paseo cubierto en la Acera de Recoletos o la apertura de una gran avenida que uniese la Plaza Mayor con la de San Pablo, idea recurrente que se retomaría por alguno de sus sucesores con idénticos resultados.
Su muerte, ocurrida de manera repentina en Madrid, el 8 de noviembre de 1880, cayó como un mazazo en la opinión pública. Su féretro llegó a Valladolid a las siete de la tarde. Lo recibieron las máximas autoridades y representantes de diferentes corporaciones y centros oficiales de la ciudad, incluidos los guardias municipales y los serenos, que vestían traje de uniforme. Aunque el ex alcalde había dispuesto en su testamento, fechado en 1867, su deseo de tener un funeral «sin pompa ni aparato», su muerte constituyó uno de los episodios de luto colectivo más notables en la ciudad. 25.000 vallisoletanos siguieron al cortejo fúnebre por las calles, lo que suponía que casi uno de cada dos habitantes estuvo presente. Posteriormente, el Consistorio acordó que la calle nueva del Campillo del Rastro adoptase el nombre del finado, y adoptó otras medidas de homenaje como, por ejemplo, la colocación de placas en los mercados, la construcción de una fuente en el Campo Grande –la Fuente de la Fama- y la colocación de un busto. Incluso decidió mantener vacía la silla presidencial del Ayuntamiento hasta que se produjese su renovación.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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