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Cientos de vallisoletanos aguardaban pacientes en el Campo Grande. Era 22 de junio de 1866, por la noche, y estaba previsto que la banda del regimiento de África interpretase 'Méndez Núñez o el Bombardeo del Callao'. De pronto, sin mediar razón de ningún tipo, las autoridades anunciaron su cancelación. En su lugar, el gobernador civil, Manuel Somoza, repartió un 'Boletín Extraordinario' cuyo contenido no tardaría en generar alarma entre buena parte del vecindario. Eran las once de la noche.
El Boletín alertaba a la población sobre la intentona revolucionaria ocurrida durante la tarde en Madrid, una conspiración orquestada por progresistas y demócratas no ya para cambiar el signo del gobierno, como solía ser habitual en la España decimonónica, sino para desalojar a Isabel II del trono de España. Esa era la gran novedad y, desde luego, la principal alarma. Somoza hacía un llamamiento a los vallisoletanos para que contribuyesen a frenar a los sediciosos y secundasen al Gobierno de la Unión Nacional:
«Me es muy conocida vuestra proverbial sensatez, y cuento con vuestro apoyo para sostener el orden, la libertad y vuestros intereses. Cuento además con la fuerza pública necesaria para destruir a cuantos revoltosos se presenten, y con una fuerza de voluntad que no sabe ceder ante ninguna exigencia y que espero no me abandone hasta no dejar muy alto el principio de autoridad, por más doloroso que me sea la lucha con que se provoca a vuestro Gobernador».
El episodio en cuestión, ocurrido el 22 de junio de 1866, ocupa un lugar destacado en la historia de España. El madrileño cuartel de San Gil albergaba un regimiento cuyos sargentos se hallaban irritados por no poder ascender a oficiales. Aprovechando tal malestar, conspiradores demócratas y progresistas, liderados por el capitán Baltasar Hidalgo de la Quintana, manipularon intensamente a parte de la tropa para que secundase el pronunciamiento planeado por el general Juan Prim para el día 26. El objetivo no era otro que derrocar al Gobierno de la Unión Nacional, liderado por O'Donnell, y, de paso, expulsar a la reina. Isabel II estaba en sus horas bajas, despreciada por la oposición progresista por supeditarse a los conservadores.
Pero los planes de Prim se desbarataron el día 22, cuando los sargentos de San Gil se amotinaron por su cuenta y asesinaron a doce jefes y oficiales. Aunque se levantaron barricadas en su apoyo, ningún regimiento secundó la revuelta. El general Francisco Serrano, uno de los que había contribuido a crear la Unión Nacional, se encargó de recorrer los cuarteles para evitar que apoyaran la sublevación, y él mismo se puso al frente de las tropas gubernamentales.
Los soldados arremetieron contra las barricadas, sortearon el intenso tiroteo desde las ventanas, cercaron y atacaron el cuartel de San Gil y sofocaron la revuelta. El resultado no pudo ser más trágico: numerosos muertos y heridos y cientos de prisioneros. Los sesenta y seis cabos y sargentos de San Gil fueron fusilados el día 25. Leopoldo O'Donnell, líder de la Unión Nacional, perdió la confianza de la reina y fue obligado a dimitir. En Valladolid apenas hubo movimientos sospechosos, a pesar de que los conspiradores habían pensado en convertir la ciudad en el epicentro del levantamiento en Castilla la Vieja.
Progresistas y demócratas habían planificado la rebelión vallisoletana para el día 21, acaudillada por tres líderes de renombre: el brigadier Martín Rosales, el coronel Amable Escalante y el vallisoletano Lagunero. Sin embargo, una serie de torpezas terminaron por dar al traste con la conspiración. A lo más que se llegó fue a una intentona promovida por Escalante y Lagunero el día 22, secundada por paisanos, y fácilmente abortada.
Gobernador y capitán general se apresuraron a publicar un Bando en el que el primero resignaba sus funciones a la máxima autoridad militar para mejor preservar el orden social; en dicho Bando, el capitán José Orozco declaraba el estado de sitio advirtiendo de que «serán juzgados por el Consejo de Guerra ordinario, con arreglo a la ley de 17 de abril de 1821 los reos de los delitos de rebelión y sedición y los demás comprendidos en la misma».
Ese mismo día, 22 de junio de 1866, el Ayuntamiento publicó una alocución que animaba a los ciudadanos a «contribuir poderosamente al mantenimiento del orden, haciendo que, con un prudente desprecio de los agitadores, las turbas incendiarias dispuestas a explicar sus sangrientas iras, como acostumbran, queden sumidas en el silencio por el justo temor de las leyes».
24 horas más tarde, El Norte de Castilla se hacía eco del fin de la sublevación y alababa la ejemplaridad de los vallisoletanos, siempre dispuestos a preservar la tranquilidad y la lealtad al Gobierno de la Unión Nacional. Lo consideraba un ejemplo del «carácter hidalgo de Castilla» y aseguraba que la provincia vallisoletana «no espera por las revoluciones armadas el logro de la libertad».
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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