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Enrique Berzal
Valladolid
Domingo, 19 de noviembre 2017, 17:31
«Lo que más tengo que estimar en Castilla es su genio político». La frase, pronunciada por Manuel Azaña, sonó rotunda en el Teatro Calderón aquel 13 de noviembre de 1932. Con el edificio a rebosar y con cientos de vallisoletanos obligados a escuchar en la calle, a través de megáfonos, el discurso del presidente del gobierno republicano, la ciudad del Pisuerga concentró aquel día las miradas de quienes seguían puntualmente los avatares de la política.
De eso hace ahora 85 años. La opción azañista por Valladolid no era arbitraria. Dos meses después de haber sido aprobado en las Cortes el Estatuto de Autonomía de Cataluña, el mismo que tantos ríos de tinta había hecho correr en contra desde tierras castellanas, Azaña venía para desmentir a quienes, erigiéndose en portavoces de los intereses de Castilla, le acusaban de desmembrar el país para contentar a los separatistas. Como ha escrito Santos Juliá, el histórico discurso de Valladolid tenía como motivo central identificar España y República mediante evocaciones de la «tierra eterna» y la «raza perdurable», «afirmar simultáneamente la autonomía de Cataluña y la ‘resurrección de España’ de manera que apareciera como un recio castellano capaz de construir un Estado en el que Cataluña se sintiera cómoda».
Así hizo; y el resultado fue tan exitoso, que hasta el mismo Francisco de Cossío, director de El Norte de Castilla y feroz debelador de la política desarrollada en el primer bienio republicano, le dedicó en portada un editorial elogioso. Azaña y su mujer, Dolores de Rivas Cheriff, habían llegado a Valladolid después de visitar, el día anterior, Medina del Campo, en un trayecto que también les condujo por Tordesillas, Simancas y Arroyo. Departieron con el gobernador civil, José Guardiola Ortiz, abogado y militante del Partido Republicano Radical, el diputado nacional y subsecretario de Hacienda Isidoro Vergara Castrillón, y el presidente de la Diputación, Manuel Gil Baños, que también lo era del Consejo Provincial de Acción Republicana, antes de ser formalmente recibidos por el alcalde, el socialista Antonio García Quintana, y los tenientes de alcalde Alfredo García Conde y Tomás González Cuevas.
Azaña comenzó su discurso evocando los días que pasó en 1929 en la ciudad del Pisuerga, en pleno derrumbe de la Dictadura de Primo de Rivera, días en los que pudo compaginar su labor al frente de un tribunal de oposiciones con amenas tertulias en el Café Royalty y en la sede de El Norte de Castilla: «En aquellas semanas que yo pasé en Valladolid, trabajamos aunque no lo pareciese, y a veces si lo parecía, trabajamos ya por la instauración de la República».
Ante un auditorio abarrotado, defendió con ardor al régimen republicano de sus feroces enemigos, muy activos a izquierda y derecha, avanzó la creación de la Federación de Izquierdas Republicanas de España (FIRPE) y echó el resto en mostrar que la autonomía para Cataluña era compatible con la unidad de España. No conviene olvidar que meses antes, una multitudinaria manifestación anticatalanista en Valladolid se había saldado con la muerte de un joven de 16 años: «Hijos del Duero… tributarios del río castellano (…), tenéis en el paisaje y en la Historia una identidad moral inconfundible con los demás pueblos hispánicos», afirmó, antes de desmentir a quienes consideraban la autonomía de Cataluña un ataque intolerable a los intereses de Castilla: «Cuando la República, cumpliendo un dictado de la conciencia republicana, lanzó en las Cortes el programa autonomista y lo ha llevado a la Constitución y a la ley para una región española, he oído yo combatir esta política en nombre de un pretendido espíritu castellano, diciendo que Castilla y su espíritu se sentían malheridos o desprestigiados o desconocidos con esta política de las autonomías en España. Yo debo deciros que esta argumentación me llena de sorpresa, porque yo también soy castellano. (…) Lo que yo sostengo es que oponiéndose a una política de autonomía en España en nombre de ese pretendido espíritu castellano, lo que se hace es calumniar a Castilla y dar la razón a los que han atacado el centralismo español atribuyendo preponderancias injustas a la propia Castilla (…)».
Pero los aplausos más ensordecedores llegaron cuando evocó la importancia de Castilla en el devenir político español, en la pretendida resurrección de España: «Vosotros los castellanos, sobre todo esta Castilla del norte, tiene muchas y grandes cosas que decir y muchas y grandes cosas que hacer (…). Aquí, en Castilla, hay un alma patética refrenada por el decoro (…). Esta es la tierra eterna, la raza perdurable que clama por la resurrección de España. Resurrección de España que no podrá hacerse sin vosotros, y cuidad de que no se haga sin vosotros, porque entonces lo que resucitaría no sería nuestra España (…). De nada servirían todos los esfuerzos que hacemos por la restauración de España, si no es posible o no se lleva al mismo tiempo a cabo la restauración del país castellano».
En un alarde de historicismo desmedido, Azaña puso como modelo a las Cortes medievales de Castilla, prueba de la «existencia de una democracia rural y de una civilización urbana de tipo republicano», y elogió el afán comunero de materializar una revolución que «equivalía a gobernarse como las Repúblicas italianas», tristemente derrotado bajo el yugo de «la España oficial, la España imperial, la España cesárea». Argumentos de calado histórico que le llevaron a desechar cualquier intento de oponer una especie de nacionalismo castellano al autonomismo catalán: «Lo más absurdo que podría hacerse en Castilla sería oponer a un regionalismo otro regionalismo; a un nacionalismo, otro. ¿Qué tenéis que ver vosotros con los nacionalismos? Yo soy castellano, pero soy español, o si me lo permitís, no soy más que español, y vosotros estáis obligados a no ser más que españoles, y si no lo entendéis así (…) hacéis dimisión de vuestro papel en la Península. Consideradlo, porque en ello va vuestro destino histórico».
En definitiva, con su discurso de Valladolid, reproducido íntegramente en varios periódicos, Azaña quiso dejar claro que la autonomía catalana no menoscababa la robustez de España: «Lo que nosotros queremos de España es su robustecimiento moral y físico y el cumplimiento de la obligación que tenemos los españoles de ser nosotros mismos, porque no es igual haber nacido en España que haber nacido en cualquiera otra de las naciones o países del mundo».
(Aquí puedes ver el discurso completo de Azaña publicado el 14 de noviembre del 33. Si lo prefieres, debajo de la imagen, puedes consultarlo en PDF)
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Lucía Palacios | Madrid
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