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J. I. Foces
Domingo, 15 de enero 2017, 18:02
Otoño de 1987. Van a cumplirse 30 años. Un jovencísimo José María Aznar llegaba a la localidad vallisoletana de Rueda, acompañado de su entonces consejero de Agricultura, Fernando Zamácola, y de Pedro Llorente, por entonces director general de muchas cosas: desarrollo rural, agricultura, ganadería... Siempre ha bromeado Llorente con que a él Aznar, por entonces obsesionado con la reducción de altos cargos en la estructura autonómica que acababa de heredar de los socialistas, le agruparon tantas materias en su dirección general que tenía el trabajo de dos directores generales y solo el sueldo de uno. De esa amalgama de materias que coordinaba Pedro Llorente dependía la Estación Enológica en la que en ese momento, otoño de 1987, entraba José María Aznar. Tras los saludos de rigor, Pascual Herrera, director de la estación, comenzó una tan entusiasta como didáctica descripción de lo que había en aquel centro de la Junta de Castilla y León encargado de investigar sobre el vino; tan entusiasta y didáctica era la explicación, que se hacía imposible no dejar volar la imaginación y pensar que estaba hablando de una especie de lámpara maravillosa para la economía de Castilla y León, como al final los años, tres décadas después, han acabado demostrando que era tal.
En un momento determinado de la visita, Pascual Herrera colocó a Aznar frente a una llamativa máquina que servía para analizar vinos, descomponerlos, escrutarlos, en definitiva, someterlos a un examen tan minucioso que de esa separación de sus componentes acabaría sabiéndose cómo incidir, desde la vid a la crianza, para mejorar la calidad tanto de la variedad de uva como del líquido que de la misma acabaría saliendo. «La acabamos de comprar en Alemania, no hay otra como esta en España», aseveró con orgullo Pascual Herrera, a la par que al entonces presidente de la Junta se le dibujaba bajo el bigote un sobrio gesto, que se asemejaba a lo que pudiera aparentar ser el esbozo de una microsonrisa a modo de aprobación. «Veo que en esta casa se sabe utilizar el dinero de los ciudadanos», comentó seco, como él es, el entonces presidente de la Junta.
Hoy, el discurrir de los años, y cuando la tecnología ha dado un salto de gigante en estas tres décadas, uno alcanza a comprender que lo que estaba haciendo en aquel momento Pascual Herrera era explicar a la primera autoridad regional qué es el I+D+i y cómo se podía aprovechar la investigación tecnológica para mejorar el mundo del vino, potencial de Castilla y León que ya querrían para sí otras Comunidades Autónomas que tanto dan que hablar en España. Ese era el Pascual Herrera que nos acaba de dejar, para desolación del mundo del vino, para desencanto de decenas y decenas de bodegueros e investigadores y para alarma de un sector que necesita de muchos pascuales herreras porque, como Pascual Herrera, el gran Pascual Herrera, hace falta tener visión de futuro, constancia en el trabajo, solidez en los ideales y ganas de comerse el mundo cuando uno se considera en posesión de una verdad tan insondable que lo convierte en imparable. Eso era Pascual Herrera: un imparable entusiasta del mundo del vino de Castilla y León.
En un momento dado de aquella visita de Aznar a la estación Enológica, empujadas por el propio Pascual Herrera, que en esto de saber gestionar espacios y personas era todo un diplomático digno de saber moverse en los pasillos vaticanos, tres de las trabajadoras de la Estación Enológica le hicieron ver al presidente de la Junta que sus contratos estaban a punto de expirar y que, claro, sus investigaciones amenazaban con quedarse a medias. Aznar, con esa mirada suya heladora, buscó entre los presentes y, tras localizar a Pedro Llorente, le hizo un gesto con la mano. «Pedro, ven y escucha a estas jóvenes. Pascual, mire a ver usted si queda todo solucionado». Las tres investigadoras vieron renovados sus contratos y pudieron completar sus investigaciones, unas más de las decenas de trabajos que han dado fama internacional a la Estación Enológica que puso en marcha Pascual Herrera.
Han pasado treinta años de aquello. Hoy, en la muerte de Pascual Herrera, analizando la trayectoria de este gran amante, impulsor, conocedor, entusiasta, investigador y profesional del vino de Castilla y León, es obligado pensar que sin Pascual Herrera el peso del vino en la economía regional y la fama vitivinícola de Castilla y León en el mercado internacional habrían sido distintas. Peores, claro está. El mundo del vino y Castilla y León le deben mucho a Pascual Herrera, el pionero de la I+D+i vitivinícola de esta comunidad autónoma. Ahí es nada.
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