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l. sancho
Viernes, 25 de noviembre 2016, 15:56
La llave de la puerta gira hasta cuatro veces. Un golpe seco y el cerrojo se desbloquea. Le tiemblan las manos. Y el rostro. El mismo que le partió tantas noches de sinrazón encauza ahora las lágrimas de una mujer que no encuentra consuelo. Ni amparo. Dijo basta al maltrato, psicológico y físico, suyo y de su hijo, para intentar empezar una vida. De esto hace ya una década, pero J., inicial con la que se le bautizó desde entonces, lucha a día de hoy por encontrar la paz, por vivir sin temor, por salir de un anonimato en el que entró por su seguridad.
¿Teme por su vida?
«Si le ves los ojos, la mirada... eso lo dice todo. Estoy segura de que su objetivo es acabar con mi vida, aunque luego se mate, pero que no me va a dejar tranquila nunca».
El calvario de J., un puñado de años sumados al medio centenar, arrancó de adolescente, en un fugaz noviazgo con el único hombre que conoció. Ya entonces la «manipulaba» a su antojo. Se enfadaba por las medidas del escote y la falda, le convencía de que lo mejor era alejarse de su familia, le prohibía trabajar y le impedía obtener el permiso de conducir. «Piensas que lo hace por tu bien, mirando por ti, y le disculpas». Incluso cuando le pegó la primera bofetada. De novios. O cuando le obligó a bajarse del coche a las afueras de la ciudad y regresar andando. «Te anula de tal forma que eres lo que él quiere que seas».
Con el nacimiento de su primer hijo todo empeoró. El maltrato ya no era solo hacia J., sino que su marido empezó a cebarse con el pequeño. «Le puso un ojo morado cuando era un niño». Y siguió. Noches en vela, de angustia, afinando el oído para detectar en el giro de la llave si llegaba de buen o mal humor. «Era tal el pánico que tenía, que me metía debajo de la cama porque ya sabía que llegaba de mala leche y la iba a pagar conmigo».
Una noche no pudo más. Llevaba semanas en un trabajo que le había buscado una amiga para ir haciendo hucha ante lo que se le avecinaba. Así que cuando comenzaron los golpes, J. pudo agarrar el teléfono móvil y avisar a la policía. Fue el principio de un periplo que le llevó hasta nueve veces a comisaría a poner denuncias, que le empujó ante una fiscal y un juez a los que suplicó que le alejaran de su vida y le postró en el diván de un psiquiatra. Consiguió una orden de alejamiento, pero cada vez que giraba la cabeza ahí estaba.
«Y no pasaba nada, porque unas veces decía que estaba allí comprando, otras que paseando... en fin, que siempre tenía la excusa perfecta para que no le pudieran hacer nada».
La única solución que J. encontró fue huir. Siete años fuera de su provincia, en un domicilio que ni su propia familia conocía. Desapareció. Sus datos no aparecen en ningún registro. Forma parte del servicio de teleasistencia y para contactar con ella es preciso pasar un filtro, cerciorarse de que el teléfono al que va a atender es seguro. Y no puede más. «Estoy harta de vivir huyendo, de no vivir, de estar muerta en vida».
Al temor a su exmarido se suma ahora un problema económico derivado de haber sido una mujer dependiente económicamente durante tantos años. No recibe una pensión, prefirió renunciar y pasar página. Pero las deudas se acumulan. Tiene que pagar a sus abogados y hacer frente a los gastos de la vivienda familiar. Ahora está a la espera de que la empresa para la que ha trabajado en los últimos años le haga un hueco en su ciudad y pueda salir adelante.
«Sabía que era difícil y tardé en denunciar, pero preferí morir de pie antes que vivir de rodillas», dice con las lágrimas de nuevo en su mejilla. Y echa el cerrojo. De momento, solo puede el de la puerta.
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