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Eloy de la Pisa
Viernes, 27 de mayo 2016, 21:05
Los árboles del mundo mediterráneo, acostumbrados a soportar estíos muy secos, desarrollaron hace millones de años una estrategia para combatir la falta de agua. Es sencilla y eficaz, como hace siempre las cosas la naturaleza.
Tomemos de ejemplo la encina o el almendro. Estas especies brotan enseguida de la bellota o de la almendra, pero a diferencia de otras, cuando lo hacen no se preocupan de sacar hojas y crecer en busca de luz. Todo lo contrario. Su obsesión es desarrollar cuanto antes una raíz profunda que le permita afianzarse en el terreno y a la vez le dé acceso a zonas humedas que están a varios metros de la superficie. Por eso se limitan, con la llegada de las primeras lluvias, a asomar dos humildes hojas y se dedican otoño e invierno a hacer crecer la raíz. De ahí que no sea fácil ver una carrasca caída en el monte, salvo que esté débil por algún ataque de homngos o insectos.
En la ciudad, en cambio, se da el efecto contrario. Los árboles, restringidos a sus alcorques o a parques urbanos en los que hay muchísimos ejemplares en poco terreno y con agua a discreción, buscan medrar lo más rápido posible, que sus hojas lleguen cuanto antes a la luz del sol. Y como agua no les falta, no se preocupan de enraizar. Al fin y al cabo, como todo ser vivo, los árboles son partidarios acérrimos de la ley del mínimo esfuerzo y si hay líquido en la superficie ¿para qué gastar energía en profundizar? Se meten las raices necesarias para no caer al suelo y se concentran en ir hacia arriba, hacia el sol que le tapan los otros árboles o los edificios.
Por eso hay tantos árboles en situación peligrosa en las ciudades: mucho follaje y poco ancla. Es el precio de la cautividad. Le restringimos el espacio y se lo compensamos con agua, una la mezcla que suele salir mal, en especial cuando buscamos que nos den sombra y fresocor. Y eso solo se hace con copas amplias y muchas hojas.
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