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Lluís Companys fotografiado por Urraca en Hendaya.
El espía vallisoletano que detuvo a Companys

El espía vallisoletano que detuvo a Companys

Siniestro personaje al servicio de la dictadura franquista, Pedro Urraca Rendueles montó una eficaz red de espionaje en la Francia ocupada por los nazis para capturar a exiliados republicanos

Enrique Berzal

Lunes, 26 de octubre 2015, 19:59

Aquella detención marcó su vida y le procuró con creces aquello que más ambicionaba: reconocimiento, prestigio profesional y, sobre todo, dinero. Pero jamás quiso hablar de ello. El vallisoletano Pedro Urraca Rendueles ha pasado a la historia por el mérito cruel de propiciar la detención y el fusilamiento, hace justamente 75 años, del ex presidiente de la Generalitat Lluís Companys.

En contacto directo con la Gestapo, investigó su paradero y él mismo se personó, en compañía de otro civil y de cuatro uniformados alemanes, en su domicilio parisino. Era el 13 de agosto de 1940. Dos meses después, Companys caía abatido en Barcelona por una ráfaga de fusilería.

Hasta fechas relativamente recientes la trayectoria de Urraca era prácticamente desconocida, se desvanecía en un inexplicable halo de misterio y poco o nada se sabía de este oscuro personaje mentado en todos los relatos que recreaban los últimos días de Companys. En 2006, el historiador Jordi Guixé desveló en su tesis doctoral el papel central de Urraca en la detención del líder catalán; y hace dos años, Gemma Aguilera, valiéndose del valioso testimonio de Juan Luis Urraca, hijo del protagonista, sacó a la luz su impactante biografía en el libro Agente 447. El hombre que detuvo a Lluís Companys, editado por la barcelonesa RBA.

La férrea disciplina militar impuesta por su padre, el médico Emilio Urraca Álvarez, unida a una indisimulada hostilidad sentimental provocaron no solo el radical alejamiento personal entre padre e hijo, sino también el odio profundo de Pedro hacia la ciudad en la que vino al mundo el 22 de febrero de 1904.

Valladolid, en efecto, no le traía más recuerdos que el de una infancia torturada. Con seis años marchó interno a San Sebastián, y aquí y en Bilbao cursará estudios de Comercio. Los de perito mercantil los finalizará en Madrid en 1922, año en el que, muy a su pesar, se vio obligado a regresar a su ciudad natal; huyó de inmediato para cumplir sus obligaciones militares en el Cuerpo de Infantería de Marina, disfrutó destino cubano hasta 1925 y un año después, movido de nuevo por la aversión hacia la ciudad del Pisuerga, se incorporó al Batallón de Radiotelegrafía de Campaña de las islas Canarias.

A regañadientes regresó a Valladolid en 1928, no sin antes haber viajado por las colonias francesas, inglesas y españolas de la costa africana. Muy poco tardó en escapar: con gran esfuerzo y ejercicios notables ingresó en la Escuela de Policía, en Madrid, donde se licenció con brillantez en 1929. A finales de año comenzó a trabajar en la sección de orden público del Cuerpo de Vigilancia. Cuando en 1933 logró el ascenso a agente de segunda clase, ya llevaba tres años casado con Elena Cornette, a la que había conocido en San Juan de Luz.

El verdadero Urraca

En medio de una España cada vez más politizada, a Urraca le mueven más las ansias de poder y de reconocimiento profesional que los ideales políticos; estos, paradójicamente, fluctúan entre los guiños republicanos propios de la juventud de aquellos años y un desprecio obsesivo hacia las masas enardecidas por la proclamación de la Segunda República. Lo cierto es que el estallido de la Guerra Civil comienza a forjar al verdadero Urraca Rendueles. Si en 1937 consigue una sustancial mejora profesional incorporándose a la oficina de inspección de guardia de la Dirección General de Seguridad -leal, por tanto, al legítimo gobierno republicano-, poco después decide pasarse al bando rebelde.

Tras una ardua peripecia, en octubre logra embarcar en Valencia rumbo a París, donde se reencuentra con su mujer y conoce a su hijo Juan Luis; y decide, contra toda lógica, regresar a España para combatir contra la República. Sale airoso de un duro interrogatorio en Valladolid y en diciembre de 1937 es requerido por el Comité de Moneda Extranjera, con sede en Burgos, para viajar a Londres y París. Pero su gran momento llega a finales de 1939, cuando gana la plaza de agente agregado en la Embajada de España en la ciudad del Sena. Es ahora cuando, como dice Aguilera, Urraca entra en la historia.

Íntimo del embajador pro-nazi José Félix de Lequerica y muy bien considerado por el propio Ramón Serrano Suñer, «cuñadísimo» de Franco y en esos momentos ministro de Asuntos Exteriores, en contacto con la Gestapo impulsa la red de espionaje y contraespionaje montada por la dictadura franquista en la Francia ocupada por los nazis. Es así como se convierte, en palabras de Aguilera, en el «eslabón de la cadena represiva Franco-Hitler-Pétain». Su cometido no es otro, claro está, que perseguir a exiliados republicanos, sobre todo vascos y catalanes, y proceder a su detención.

Un artículo publicado en El Socialista a finales de enero de 1945, desvelado por el historiador Eduardo Montagut, detalla la entrada de Urraca en dicho servicio represivo, pergeñado por Himmler y por José Finat, conde de Mayalde, y encauzado, como principales responsables, por el general Vigón, jefe de Información Militar, y Gerardo Caballero, director general de Seguridad. Fue el coronel Barroso, uno de los representantes designados por Vigón, el que fichó a Urraca.

La diligencia del vallisoletano sorprendió a propios extraños: en perfecta coordinación con la Gestapo, facilitó el registro de las sedes de las organizaciones de ayuda a republicanos españoles, de las oficinas de la Generalitat y del Gobierno vasco, y estableció una tupida red de espionaje que permitió la detención de cientos de exiliados. Su momento de gloria llegó el 13 de agosto de 1940, cuando él mismo se personó, en compañía de otro civil y de cuatro uniformados alemanes, en la residencia que tenía Lluís Companys en la localidad bretona de Ar Baol. Urraca lo condujo a la prisión de La Santé, donde procedió a interrogarlo, y luego se dirigió, en compañía de otro civil, a su domicilio parisino para reclamar el botín de la Generalitat.

Como Carme Ballester, mujer del ex presidente catalán, negara repetidamente su existencia, la respuesta de Urraca no se hizo esperar: sacaría a su marido de París para entregarlo a las autoridades españolas. Era una sentencia de muerte anticipada. Y lo hizo. El 26 de agosto de 1940 lo condujo hasta Madrid, donde fue recluido en los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Antes de llegar a Hendaya lo inmortalizó con su cámara para demostrar que llegaba en perfectas condiciones; incluso tuvo tiempo de escribir sus impresiones personales sobre el personaje.

Las líneas que le dedicó en su dietario, desvelado por Aguilera, muestran que Companys, lejos de provocar en él sentiientos de odio o de animosidad política, despertaba más bien una mirada compasiva y no exenta de admiración por la fidelidad inquebrantable a sus ideales, aunque estos le costaran la vida: «Ya no es sino un pingajo de la vida que quiere aparecer, ante sus acusadores, como un hombre recto y sin mancha», señalaba Urraca; «los acontecimientos del momento actual son demasiado fuertes para que el mundo se digne dirigir su mirada sobre este hombre que, de antemano, está dispuesto al sacrificio anónimo y que voluntariamente se siente dispuesto a olvidar su pasado». Días después, concretamente a las seis y media de la mañana del 15 de octubre de 1945, Companys caía fusilado en el foso del Castillo de Montjüic. Urraca nunca quiso hablar de su directa responsabilidad en el apresamiento y muerte del líder catalán.

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