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Enrique Berzal
Lunes, 26 de octubre 2015, 19:59
La de Companys no fue la única operación exitosa de Pedro Urraca Rendueles. En su expediente figuran, además, su participación como asesor de Serrano Suñer en las conversaciones con las autoridades nazis para negociar la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial al lado de Alemania, así como la detención del ex ministro de Industria Julián Zugazagoitia, del periodista Juan Cruz Salido y del anarquista Joan Peiró, todos ellos fusilados con posterioridad. También participó en la persecución de Manuel Azaña y en el apresamiento de sus familiares, encabezados por su cuñado, Cipriano Rivas-Cherif, siguió los pasos de Antonio María Sbert, Joan Puig i Ferrater y Federica Montseny, y tuvo mucho que ver en las tres detenciones que sufrió Josep Tarradellas.
Su turbia trayectoria alcanza aún mayores cuotas de crueldad a partir de 1942, cuando, recompensado por sus superiores con el control de los visados de los pasaportes de quienes solicitaban entrar en España, se aprovechó del genocidio nazi engañando y extorsionando a judíos que huían de la Francia ocupada. El vallisoletano les facilitaba los trámites y les ofrecía enviarles sus bienes después de que entraran en tierra española, pero estos casi nunca llegaban: de esta manera atesoró una cantidad ingente de joyas y divisas. En palabras de Aguilera, «Urraca fue un cínico y un oportunista, dispuesto a defender cualquier causa, aunque fuera criminal, que le permitiera satisfacer sus ansias de poder y reconocimiento». Perseguido por las autoridades francesas al poco de finalizar la Segunda Guerra Mundial, por mediación de Lequerica logró establecerse en Bruselas y continuar con la actividad represora, centrada ahora en militantes del Partido Comunista.
Aunque en 1948 el Tribunal de Justicia de París lo condenó a muerte por crímenes de guerra, Urraca se benefició de la amnistía de 1953 y luego, en 1974, de la anulación definitiva de la condena. Sus últimos años de vida profesional los dedicó a perseguir a miembros de ETA. Vivió apaciblemente hasta que en 1981, dos años antes de jubilarse, el consulado de Amberes le reclamó 390.000 francos que, según Aguilera, había robado durante su etapa en Bruselas. Murió en Madrid, enfermo y arruinado, el 14 de septiembre de 1989.
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