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Enrique Berzal
Miércoles, 14 de octubre 2015, 17:16
No era solo un acto de enorme impacto social, con el Rey como protagonista estelar bajo el emblema de la siempre anhelada «justicia y la armonía social»; era también la escenificación de la unidad española a través de un hermanamiento más que singular, el de Castilla y Cataluña, artífices de una empresa económica dirigida a las clases más menesterosas. Ocurrió un domingo de hace justamente cien años, el 17 de octubre de 1915, cuando una asombrosa comitiva se adueñó por media hora del barrio obrero de La Rubia.
Presidida por Alfonso XIII, en ella no faltaron los prohombres más importantes del momento, desde el presidente del Gobierno, el conservador Eduardo Dato, hasta el ex ministro Santiago Alba, el alcalde Antonio Infante, senadores de Castilla y Cataluña y destacados hombres de negocios.
El anfitrión de tamaño evento era la sociedad barcelonesa Fomento de la Propiedad, creada al calor de la Ley de Casas Baratas de junio de 1911 para explotar este tipo de construcciones. Aprobado el reglamento de dichas viviendas en abril de 1912 y constituido, en enero del año siguiente, el Consejo Provincial de Casas Baratas de Valladolid, muy pronto comenzaron las conversaciones entre la sociedad catalana y el propio monarca.
Ambos acordaron que el primer grupo de este tipo en toda España se ubicaría en Valladolid, donde, previa visita de los vocales Emilio Junoy, que además será senador por Lérida, Antonio Miracle y Juan Camprubí, se formó un Consejo delegado presidido por el senador Moisés Carballo; le acompañaban Julio Guillén, Francisco Zorrilla, Francisco Gómez, Mariano Cubas, Alberto Borbón, Julio Cuesta, Rufo Luelmo y Enrique Gavilán, que actuaba como secretario.
Para construir las viviendas se escogieron los terrenos de Rufo Luelmo en el barrio de La Rubia, por ser un lugar «bien aireado, con pinares próximos y que reúne cuantas circunstancias pudiera exigir el higienista más escrupuloso». Sumaban en total 200.500 metros cuadrados, situados entre «la cabaña merinera, la carretera de Puente Duero, los chalets ya construidos y la calle en que tiene su parada el tranvía». Se trata del lugar que hasta 2003 ocupó la fábrica de piensos Cía (antes SENA), frente a Vallsur.
El proyecto de Fomento de la Propiedad no podía ser más ambicioso. Consistía en una mini ciudad en la que no faltaba casi de nada: tendría plaza mayor a modo de foro público con columnas similares a las de las antiguas acrópolis griegas, edificios para escuelas, servicios públicos, mercado, edificio popular con baños, biblioteca, cooperativa de consumo y salón de actos, amplios terrenos para la práctica de deportes como el «foot-ball» y el polo, juegos infantiles, cocheras para los tranvías y un bosque; en torno a la plaza y «en las manzanas resultantes de ese cruce de calles y paseos» se construirían viviendas obreras para una población total de más de 3.000 habitantes.
Vida sana
En definitiva, una auténtica urbanización obrera a base de viviendas asequibles a los humildes bolsillos de aquellos trabajadores de principios de siglo; era, como apuntaba El Norte de Castilla, «un nuevo núcleo de vida sano para contrarrestar los efectos destructores del trabajo en el taller y en la fábrica».
El primer paso de este ilusionante proyecto consistió en la construcción, a cargo del contratista Manuel Pradera, de seis viviendas que formaban una manzana y que, en honor a su inspirador, se las bautizó como «Ciudad-Jardín Alfonso XIII»; el decano de la prensa aseguraba que eran casas «de construcción sólida, ventiladísimas, con mucha luz y cámara de aire para evitar la humedad». Constaban de planta baja con vestíbulo, cocina y comedor, planta principal con tres dormitorios, y un amplio espacio para corral o jardín, y retretes.
Junto a la presencia del monarca, uno de los principales atractivos de la proyectada inauguración consistía en el sorteo de una vivienda entre aquellos obreros que días antes hubieran presentado la pertinente solicitud. Ésta exigía haber nacido en la provincia vallisoletana y llevar cinco años residiendo en la capital, o en su caso sumar al menos diez años de residencia, carecer de antecedentes penales, estar casado, tener trabajo y cobrar un jornal máximo de cinco pesetas al día.
De entre las 150 solicitudes entregadas resultó escogida por sorteo la de Bonifacio Ramos Espino, trabajador de la Compañía del Norte de 34 años, casado con Mercedes Marinero y padre de seis hijos, cuyo jornal diario era de 3,25 pesetas. Bonifacio había nacido en la localidad leonesa de San Millán de los Caballeros y llevaba 15 años residiendo en Valladolid.
«Precisamente hace unos días me anunció el casero que había acordado subirme la renta del piso, y como mi presupuesto en este punto no podía estirarle más, pensamos mi esposa y yo en cambiar de domicilio dentro de unos días», confesaba entusiasmado a El Norte de Castilla. Su sorpresa fue aún mayor al saber que, aparte de la casa, industriales catalanes le regalaban cuatro camas, armarios, aparatos de luz, loza, ropas de cama, menaje de cocina y una máquina de coser, y que el agente de la compañía El Sol, señor Ruiz, les aseguraba gratuitamente el edificio.
El acto inaugural constituyó un canto laudatorio a Alfonso XIII, a la política social impulsada por Dato y, sobre todo, a la unidad nacional expresada en el hermanamiento entre Valladolid y Barcelona, Castilla y Cataluña. Si el merendero situado junto al bloque de viviendas lucía un letrero con la leyenda «Viva el jefe supremo del pueblo español», un arco de triunfo colocado frente a ellas rezaba: «La ciudad-jardín Alfonso XIII, a su majestad el Rey».
En el frontispicio de la tribuna regia se entrelazaban los escudos de Valladolid y Barcelona, clara expresión de esa voluntad regia y gubernamental de estrechar lazos entre las dos regiones, sobre todo después de la durísima contestación castellana a la aprobación definitiva, el año anterior, de la Mancomunidad de Cataluña. Los oradores no defraudaron.
A Moisés Carballo, senador por Valladolid y presidente del Consejo delegado de Fomento de la Propiedad, no le cabía duda de que «el hecho de ser Valladolid, antigua capital de Castilla y corte del reino, el lugar elegido con preferencia a ningún otro () probaba que no hay los antagonismos que se quieren suponer entre regiones de la nación», tan solo diferencias de intereses que no pueden «enturbiar la armonía de la vida nacional ni el amor y cariño entre todos los que nos cobijamos bajo los pliegues sagrados de la bandera nacional».
También Emilio Junoy, senador por Lérida y vocal de la sociedad barcelonesa, entendía que la ciudad-jardín expresaba la voluntad de Cataluña de fomentar «la fraternidad de todas las regiones» en un acto en el que, además de Valladolid y Barcelona, se abrazaban «las dos fuerzas opresoras del mundo: capital y trabajo». El presidente Dato no se salió del camino argumental y remató su discurso con un «¡Viva Cataluña! y ¡Viva Castilla!, que significa ¡Viva España!». Incluso el mismo Santiago Alba había expresado días antes que «en las protestas de los regionalistas catalanes hay un fondo de justicia evidente».
El momento más emotivo llegó con la visita de Alfonso XIII a la casa que le había tocado en suerte a Bonifacio Ramos; el monarca habló con la familia, se preocupó por su salud y su situación material, recibió un ramillete de flores de cada uno de los seis hijos del obrero y, de regalo, estampó su firma en una retrato suyo colocado en el cuarto bajo. El obrero no se quedó atrás y reaccionó entregándole una instantánea, también enmarcada, de la familia Ramos Espino al completo: «Señor, yo también quiero que vuestra majestad tenga un recuerdo mío», le explicó.
La comitiva regia abandonó La Rubia a las diez y media de la mañana. Lo cierto es que aquella imponente urbanización, que había arrancado con seis viviendas obreras a modo de ciudad-jardín, correría la misma suerte que la voluntariosa propuesta de hermanamiento castellano y catalán bajo los pliegues de la bandera nacional: poco tiempo después encalló y no pudo hacerse realidad.
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