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Enrique Berzal
Miércoles, 2 de septiembre 2015, 20:57
Aquel exitoso partido de pelota entre Irún y Araquistain contra Muchacho y Sarasúa parecía presagiar un porvenir más que brillante al recién inaugurado frontón de Fiesta Alegre, uno de los edificios más emblemáticos del Valladolid de finales del siglo XIX. Era el 7 de septiembre de 1894 cuando, una vez más, ahora con la excusa del citado encuentro, la prensa se derretía en elogios hacia aquel enorme centro deportivo levantado en el número 7 de la calle Muro.
Ponderaba, en efecto, sus enormes dimensiones y la más que acreditada calidad de los materiales empleados, pero sobre todo lo que suponía de avance y modernidad para una capital de provincias que de esta forma satisfacía la novedosa cultura del ocio que demandaba su pujante burguesía.
Impulsada la idea por el hacendado local Ángel Chamorro, hombre aficionado al juego de pelota que aspiraba a que Valladolid albergase un frontón similar a los existentes en Madrid y Barcelona, se asoció para ello con los madrileños José Rodríguez y Valeriano Macuso. Las obras comenzaron a finales de 1893, según planos de Jerónimo Ortiz de Urbina, y finalizaron en agosto del año siguiente bajo la dirección del también arquitecto Santiago Herrero.
Como ha escrito José Miguel Ortega del Río, todos los materiales empleados en su construcción se realizaron en Valladolid ladrillo de la fábrica de Eloy Silió, carpintería por los sobrinos de Pedro Anciles, decorado interior de Luis Gijón, obra de hierro por Leto Gabilondo, cristalería de cubierta por Claudio Cilleruelo, lo que vendría a demostrar el gran nivel técnico alcanzado por sus empresas.
Con fachada principal de ladrillo, las dimensiones del nuevo centro deportivo eran impactantes, pues ocupaba un total de 1.800 metros cuadrados, de los que 1.320 correspondían a la cancha de juego, cuya altura, hasta la cubierta de cristal, era de 24 metros. Esta última, formada por 7.000 cristales y sostenida por bastidores y correas de hierro, era uno de sus elementos más característicos.
En el interior se dividía en tres pisos y contaba con servicios como café, vestuario, contaduría, enfermería, botiquín y retretes. Lo cierto es que los primeros años del frontón de Fiesta Alegre, bautizado como el que en 1892 se había inaugurado en Madrid, no defraudaron: además de los encuentros de pelota, albergó otros muchos espectáculos y actos, incluidos mítines políticos.
Sin embargo, con el tiempo fue languideciendo y empleado para otros usos, incluidos los espectáculos taurinos. De hecho, a partir de 1910 pasó a ser «Escuela Circo-Taurina». De ahí que no tardara en ser codiciado por diversas sociedades como posible sede. En febrero de 1913, por ejemplo, el Centro de Sociedades Obreras, de marcada tendencia socialista, planteó la posibilidad de adquirirlo para convertirlo en Casa del Pueblo, lo cual requería hacer frente a las 125.000 pesetas que exigía el dueño exigía. Paradójicamente, sin embargo, terminarían siendo sus adversarios en la lucha obrera quienes adquirieran el edificio: en efecto, pocos meses después, concretamente en julio de 1913, la Sociedad Protectora del Obrero, de inspiración católica, adquirió el Frontón y lo cedió en usufructo a la Asociación Católica de Escuelas y Círculos Obreros, impulsada por el jesuita Sisinio Nevares, para instalar en él la sede de la Casa Social Católica, auténtico emporio del movimiento social-cristiano español y castellano.
Coste de las obras
Como ha escrito Manuel de los Reyes en su documentado libro sobre la Casa Social Católica, el coste total de las obras de reforma ascendió a 175.000 pesetas y el encargado de llevar a cabo la adaptación del edificio fue el conocido arquitecto Jerónimo Arroyo. Mantuvo los tres pisos y en la fachada principal, además del nombre de Casa Social Católica, incorporó cuatro figuras representativas de la actividad humana: el Trabajo, las Artes, la Agricultura y la Industria. Periodistas de El Norte de Castilla, que el 29 de agosto visitaron las obras recién finalizadas, reconocieron haber experimentado «una gran impresión de sorpresa, pues parece increíble que hayan podido aprovecharse la cancha, el sitio donde estaban las localidades y las dependencias, para convertir todo ello en un magnífico edificio, construido totalmente en su interior para domicilio de las Asociaciones católico obreras, sin que falte un solo detalle».
En concreto, resaltaban la cooperativa instalada en la planta baja, «con amplios almacenes y bodega», así como el gran número de servicios dispuestos en las otras dos plantas: «salón de recreo, salón de juntas, barbería, panadería, lavabos, salas de tresillo y billares, habitaciones para domicilio de sindicatos, biblioteca, redacción del órgano de la Asociación, etcétera».
Mención aparte merecía la azotea y su teatro de cinco pisos y con capacidad para 2.000 localidades entre butacas, palcos y paraíso. El edificio poseía tres entradas: la principal, por la calle Muro, una trasera por General Ruiz y la lateral, por la calle Costa. Presidida por Juan Duro, la Casa Social Católica se inauguró oficialmente el 21 de noviembre de 1915 como gran baluarte del sindicalismo católico en España; de ahí que fuera diana de durísimos ataques desde las filas socialistas, que la tildaban de promover «la inmunda farsa del amarillismo» y promover un sindicalismo entregado a la patronal y asociado al capitalismo.
El final de la Guerra Civil y la imposición, por parte de la dictadura franquista, de un sindicato único y oficial sellaron el declive del sindicalismo católico. La Casa Social Católica quedaría, por tanto, reducida a albergar las actividades del Teatro-Cine Hispania. Finalmente convertido en sede del Frente de Juventudes, el inmueble que en su día albergó uno de los frontones más espectaculares del país fue víctima de la piqueta en octubre de 1967, sacrificado en el altar del progreso urbano.
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