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Enrique Berzal
Lunes, 1 de septiembre 2014, 14:02
Un cambiazo silencioso y por la puerta de atrás, un hurto administrativo por intereses políticos, un expolio cometido con cautela; en definitiva, una herida abierta, irreparable, en el Archivo castellano y leonés más emblemático. No, no se trata de documentación relacionada con la Guerra Civil ni tiene que ver con la ardua polémica del tristemente famoso Archivo de Salamanca.
Ocurrió hace ahora 100 años y afectó ni más ni menos que al Archivo General de Simancas. Era el 1 de septiembre de 1914. El Norte de Castilla se lanzó de lleno a la denuncia indignada de lo que consideraba un escarnio a la cultura y una afrenta directa a la provincia vallisoletana.
Al decano de la prensa le puso sobre la pista un artículo publicado por el archivero Juan A. García Olmedo en el número 140 del Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones, correspondiente a agosto de 1914. Llevaba por título «Cambiazo o desaparición de una dependencia».
Ya solo el arranque, reproducido en las páginas del periódico el 1 de septiembre, lo decía todo: «De una manera cauta, silenciosa, se ha llevado a efecto el traslado al Archivo Histórico Nacional de toda la extensa e importante colección de documentos históricos referentes a la Inquisición en Castilla y Aragón».
Un traslado que había tenido lugar, según el archivero, el 25 de julio y sin que mediara publicación de Real Orden alguna; en total, 3.350 legajos y 1.500 libros simanquinos «de grandísima importancia, verdadera fuente para estudiar tal cual era el Tribunal de la Inquisición», y todo ello a cambio de un centón de legajos procedentes del archivo madrileño pero de escaso valor, «un puñado de papeles inútiles. El cambiazo es de los que hacen época», remataba el cronista.
Como la operación se realizó con las Cortes cerradas, El Norte de Castilla no tardó en hacer un llamamiento a «nuestros representantes» para protestar ante el Ministro de Instrucción Pública; mismo cometido encomendó a los Ayuntamientos de Valladolid y Simancas, a la Diputación Provincial y a la Sociedad Castellana de Excursiones.
Centralismo
El contexto, además, no podía ser más propicio a la exaltación periodística del agravio comparativo: meses antes se había constituido la Mancomunidad de Cataluña, entidad de carácter autonomista presidida por Enric Prat de la Riba, lo que provocó la airada protesta de un regionalismo castellano obsesionado con la unidad de España y el galopante catalanismo del momento. De ahí que la decisión gubernamental de transferir fondos del Archivo de Simancas al Histórico Nacional no pudiera eludir una interpretación en ese sentido:
«Tales muestras de centralismo, con evidente perjuicio de las demás regiones y de los derechos adquiridos, no pueden ni deben autorizarse. ¿Se hubieran atrevido a hacer ese traslado tratándose de un archivo de Cataluña?», se preguntaba El Norte de Castilla.
El primer representante vallisoletano en alzar la voz fue, precisamente, Antonio Royo Villanova, senador y ex director del periódico vallisoletano. La contestación del ministro, el 2 de septiembre, se limitaba a recalcar la «conveniencia de completar en ambos Archivos series de datos y facilitar de este modo estudios de investigaciones históricas». Una respuesta que a El Norte de Castilla no satisfizo en absoluto: «No creemos que la explicación del ministro pueda satisfacer a los amantes del Archivo de Simancas, pues desde luego se echa de ver que mientras sabemos lo que se han llevado, no podemos averiguar lo que nos han traído».
El decano de la prensa iba más allá en su razonamiento y en lugar de aceptar la interpretación del Ministerio de concentrar en el Archivo Histórico Nacional las series documentales de la Inquisición que se hallaban dispersas, adujo motivos mucho más espurios:
«Uno o dos señores de Madrid querían estudiar documentos del Archivo de Simancas, y en vez de venir aquí a consultarlos (como vinieron Cánovas, Menéndez Pelayo y otros tantos eruditos) han conseguido una Real Orden para que les lleven a la Corte lo que necesitaban. Eso es trabajar con comodidad. Demos gracias de que no les apetezca estudiar la torre de La Antigua o la fachada de San Pablo, pues es posible que se las llevasen para adornar el Parque del Oeste».
El Norte de Castilla, que entonces dirigía Ricardo Allué, no dudó en calificar de «escarnio a la cultura que las joyas históricas, en vez de venerarse en su solar tradicional, se lleven a domicilio como la leche de burra». Lo cierto es que la Real Orden que autorizaba el traslado, fechada el 13 de julio, no se publicaría hasta el 6 de septiembre de 1914. En ella se atendía a una moción elevada al Ministerio por la Junta Facultativa de Archivos, Bibliotecas y Museos con objeto de evitar la «dispersión que dificulta grandemente a los investigadores sus tareas», de ahí que decidiera concentrar en el Archivo Histórico Nacional las series de la Inquisición existentes en el General de Simancas. A cambio, éste recibiría unos 700 legajos pertenecientes al Consejo de Hacienda y sus Juntas y al Consejo Real de España e Indias.
Nuevo peligro
El Norte de Castilla se limitó a reproducir la Real Orden en su edición del día 8. Lejos de amainarse, las aguas siguieron revueltas; y volvieron a desbordarse en octubre de 1917, cuando, una vez más, el decano de la prensa daba la voz de alarma y denunciaba que «la joya de Valladolid», el «orgullo de nuestra región corre peligro: el de que lo trasladen sin trasladarle».
Fue concretamente el día 17, nada más conocerse, a través del último número de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, que la Junta Facultativa del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos había acordado aprobar una comunicación del director del Archivo Histórico Nacional por la que se solicitaba el traslado al mismo de la documentación simanquina de carácter político-administrativo y eclesiástico. El Registro General del Sello, el Patronato Real y el Eclesiástico, «toda la parte histórica de nuestro Archivo», podía leerse en portada el día 18, «lo que ha dado origen a su fama mundial»; y, para colmo, «¡a cambio de documentos inservibles que están pidiendo a voz en grito los conviertan en pasta para nuevos papeles!».
La protesta fue unánime: Ayuntamiento, Diputación, parlamentarios, Sociedad de Estudios Históricos Castellanos, Ateneo, Facultad de Historia, nada ni nadie se desentendió del asunto; «por dignidad, por amor propio, por interés de nuestra patria chica», decían.
La Sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras y demás organismos promotores de la investigación y difusión de la historia castellana se pusieron en guardia. De nuevo un incipiente regionalismo, impulsado precisamente por la intelectualidad del momento, con El Norte de Castilla como privilegiado portavoz, comenzó a planear por la ciudad y juzgó la controversia de los documentos com uno de los más claros y evidentes «atentados» perpetrado contra «Castilla la Vieja» por instancias madrileñas.
Al día siguiente de ver publicada la noticia en el periódico, la Diputación, el Ayuntamiento, los parlamentarios, la Sociedad de Estudios Históricos Castellanos y el Ateneo iniciaron el lanzamiento de telegramas al gobierno. Eduardo Dato, presidente del Consejo de Ministros, y Rafael Andrade, ministro de Instrucción Pública, fueron el blanco de las misivas pucelanas, mientras Santiago Alba, propietario de El Norte y ministro de Hacienda, se convertía en punto de apoyo privilegiado para dichas reivindicaciones. El presidente de la institución provincial, Emilio Gómez Díez, incidía en la férrea identificación de toda la provincia con el Archivo de Simancas, mientras destacados representantes vallisoletanos en Cortes (el senador Luis Antonio Conde y los diputados Enrique Gavilán y Augusto Fernández de la Reguera) se oponían públicamente a aquel «despojo por respeto a las venerandas tradiciones históricas», defendiendo con uñas y dientes «la integridad» del Archivo.
Mayor impacto causó la misiva enviada el 19 de octubre por el profesorado de la Facultad de Historia, el cual, «velando por Valladolid y por Castilla», reclamaba para el Archivo de Simancas «los fondos que han pertenecido y ha custodiado durante siglos», esgrimiendo el daño irreversible que el pretendido traslado infligiría a una Facultad creada precisamente al calor de dicho Archivo y del de Chancillería. Firmaban el telegrama, entre otros, Andrés Torre Ruiz, Juan Peinador, Juan A. Llorente, Agustín Enciso y Francisco Mendizábal. El Círculo Mercantil y la Federación de Patronos de Castilla la Vieja no tardaron en sumarse a las demandas telegráficas contra el traslado de documentos.
La respuesta del gobierno llegó el día 19: Dato y Andrade recordaban a todas las fuerzas vivas de la ciudad que «no existe resolución de Gobierno acerca del asunto», tan sólo una propuesta de la Junta de Archivos que «se estudiará con todo detenimiento teniendo en cuenta las indicaciones hechas por ustedes». Y ciertamente fueron tenidas en consideración: seis días más tarde, la opinión pública respiraba aliviada al saber que el ministro Andrade había prometido a Augusto Fernández de la Reguera, diputado en Cortes por Valladolid, «que mientras él ocupara la cartera no se efectuaría el traslado».
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Josemi Benítez
Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
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